19 diciembre 2017
El uso de cualquier técnica artística implica la aceptación de una distancia con eso que, sin que sepamos qué es, llamamos lo real. La fotografía, la más realista de las artes, y una de las más tecnificadas, “se inventó” para que “la naturaleza se copiase a sí misma”, lo que tanto apunta a una irrelevancia de la noción de autor –un pecado original que persiste– como representa una pretensión imposible. La placa daguerrotípica o la pantalla del ordenador, tan separadas en el tiempo, son al fin dispositivos que se alejan radicalmente de la naturaleza poniendo tecnología de por medio.
La apariencia de realidad, en cualquier arte, no es más que una confesión de impotencia, una aceptación de los límites de la representación, del simulacro. Si los acabamos pasando por alto es como consecuencia de un pacto que hemos aceptado. Es algo extensivo a todas las artes, se trate del teatro, de la pintura o de la cinematografía, por ejemplo. Las acuarelas de Miguel Leache dejan clara, desde el título de la exposición (Correspondencias), la existencia de esa distancia insalvable a la que me refiero, así como la necesidad del acuerdo tácito entre las partes para participar en el juego.
La técnica es a la vez un instrumento y un obstáculo para trasladar a otro el “aparecer irremplazable de lo real”. Tal como yo lo interpreto, ese aparecer es previo, pertenece a la experiencia de un lugar, de una cosa, de una persona. Sea literatura, sea pintura, sea fotografía, lo irremplazable lo es por principio, y únicamente la constatación intensa de su existencia, cuando hay alguien sensible de por medio, es lo que origina el deseo de proponerlo a otros, de compartirlo. Recuerdo haber hablado hace tiempo con el autor de esta exposición sobre la naturaleza patética de todo intento artístico. Correspondencias certifica a mi juicio ese carácter patético que, por otra parte, está en la más noble raíz de la experiencia artística. Patético en un doble sentido: como desgarro ante una imposibilidad de la que se es consciente desde el primer momento, y como algo tocado por el pathos, en tanto que reacción intensa a una experiencia. “Todos los temas, por el hecho de ser fotografiados, están tocados por el pathos”, escribió Susan Sontag.
Lo fotográfico, aunque pueda ser muchas cosas a la vez, está en el corazón de las acuarelas de Miguel Leache. Estas visiones recortadas, de colores cálidos, parecen recreaciones, escenarios más que lugares reales. Por su voluntad de precisión y de detalle, se alejan también de lo tópico en la acuarela. El proceso (técnico) de su creación e incluso la destreza en su elaboración subrayan una inevitable distancia con la experiencia de quien estuvo allí, en el lugar. En su aparente fidelidad fotográfica es como si quisieran regresar, recuperar la esencia de lo real. Pero lo real, en tanto se convierte en imagen, deja de serlo. Queda así abierta la fértil vía de las correspondencias.
Correspondencias. Sala Polvorín, Ciudadela de Pamplona. Del 17 de noviembre de 2017 al 7 de enero de 2018.