16 febrero 2018
Lo fotográfico existe desde mucho antes de 1839. No son pocos quienes opinan que es prehistórico. La huella oscura de una mano en la pared de una caverna no es otra cosa que un ancestro de la fotografía. El contacto entre la mano y la pared habría sido breve y profundo a la vez, dejando una mancha sagrada. Queda la certeza de que alguien estuvo ahí, y de que el hecho ocurrió. La mirada inteligente del dueño de aquella mano y la nuestra ahora son contiguas, no parecen alejadas por miles de años, al revés, son tan inseparables como lo que representan la mano, el hacer, y el ojo, el reconocer.
Paradójicamente, la llegada de la fotografía significó más bien una cierta ruptura con la idea de “lo fotográfico”, aunque obviamente nadie lo llamase así entonces. Lo fotográfico sería un gesto, una configuración de la escena, un instante de revelación vislumbrado primero, y diseccionado y reconstruido por el artista después, tanto daría que lo hiciese por medio de la palabra o de la mano, aunque su naturaleza es radicalmente visual. Dicho de otro modo, es un instante «impresivo» y expresivo extraído de lo visual y por definición fugaz, recompuesto en su esencia significante. La fotografía no estaba en condiciones, en el siglo XIX, de asumir ese reto. Solo después de un intenso desarrollo técnico podrá acercarse a un concepto como ese que, eso sí, colonizará y usurpará con sus propios atributos. No hay que confundir lo fotográfico con la instantaneidad, aunque resulte de un destello fugaz, repentino, porque lo importante no es la velocidad del destello, sino la destilación quintaesenciada –y por tanto lenta– que alguien es capaz de extraer de él y de recrear más tarde en su lenguaje artístico (incluido el fotográfico). Cobra así un sentido muy especial el concepto de «imagen latente» que, en función de lo dicho, no sería tan exclusivo de la fotografía.
Que lo que digo no es un descubrimiento queda de relieve con un simple vistazo a la historia del arte. Los ejemplos son innumerables, y cada uno podría hacer su propia antología al respecto. La selección revelaría que lo fotográfico es un concepto cambiante, difícil de definir y quizás, después de todo, inaprehensible. Concierne a todas las disciplinas. Podemos analizar unos ejemplos. “Tras los montes de violeta / quebrado el primer albor, / a la espalda una escopeta, / entre sus galgos agudos, / caminando un cazador”, escribe Antonio Machado en “Amanecer en otoño. Campos de Castilla”. Sergei Eisenstein recuperó esos versos para ilustrar gráficamente su idea del montaje cinematográfico. A mí me parece que también ejemplifican muy bien lo que trato de explicar si reducimos su narratividad a una sola imagen. En Gradiva, “la que camina”, lo fotográfico viene dado por la gracia del movimiento, los pliegues del vestido arremolinados sobre los pies, la ligereza de estos, el gesto general dinámico y decidido. «La joven de la perla», el famoso cuadro de Vermeer, implica hoy una lectura más dudosa. Vermeer anticipó el estudio fotográfico: la ventana, como una caja de luz definiendo un moderno plató. La joven que nos mira, que quizás nos habla, constituye un brillante ejercicio de iluminación, en el límite de lo excesivo. Su cromatismo es fotográfico a más no poder. Posa para una cámara, y el “fotógrafo”, además de haberlo dispuesto/teatralizado todo, ha estado atento. El hecho, claro está, es que hoy nuestra mirada está condicionada por la fotografía, que tiene mucho que ver con el éxito de este cuadro en las últimas décadas. Trasladamos a la pintura, como si descubriésemos algo, las pautas fotográficas que heredamos un día de ella. Lo de menos es que la perla sea o no sea perla.
Muchos de los cuadros de Elena Goñi parecen empapados de un sentido de “lo fotográfico” muy especial. Uno diría que están levemente tensionados por fuerzas sutiles, pero esas fuerzas son más poderosas de lo que parece a primera vista. Detrás de los colores suaves y la apariencia plana se esconde un mundo intenso. Una suave niebla nos hace demorarnos ante estas pinturas. Hay tres tipos de momentos determinados por lo fotográfico: los solemnes, que incluso en el ámbito familiar tienden a lo envarado, los anecdóticos, que tanto me afligen como fotógrafo, y los banales, en los que se diría que nunca terminamos de creer del todo, aunque constituyen el grueso de nuestra existencia. Escribe André Rouillé que el arte-fotografía representa un tránsito de la profundidad a la superficie, llevando el plano modernista (Greenberg) a una superficialidad posmoderna. En las imágenes de Elena Goñi el tránsito es inverso, va de la superficie a lo profundo. Lo banal no es más que una materia prima en bruto, lo fotográfico es la nobleza de una escena, de un instante cuando los despojamos de la vacuidad de eso que se ha popularizado como instantánea o, al revés, cuando conseguimos elevar a categoría lo que solo en apariencia es vacuidad.