16 septiembre 2015
Los ojos autentican un retrato. Al eliminarlos, negamos ese retrato o, en el mejor de los casos, lo trasladamos a otro territorio, negamos el género retrato para convertirlo en otra cosa. Tapados los ojos, estamos obligados a buscar en el resto de la imagen. Los ojos en un rostro y las personas en un paisaje actúan de un modo similar: obligan a la mirada del espectador a converger allí. En los retratos “sin ojos” de Juan Manuel Díaz Burgos, el personaje fotografiado se disuelve en sus ropajes, en sus objetos queridos, en sus colores esenciales. La identidad individual experimenta así un cambio de escala, da paso a la identidad colectiva, se transforma en arquetipo.
Podríamos pensar que la serie de retratos, con los ojos cerrados, realizada por Pere Formiguera (“Ulls clucs”, 1998-2001), es un trabajo similar al que estamos comentando. Sin embargo, se trata de todo lo contrario. Los ojos cerrados de estas personas nos exigen un trayecto en dirección opuesta. No deambulamos en busca de hallazgos por la corteza de la imagen, buscamos en el interior de cada personaje (no es irrelevante que los retratos correspondan a personas conocidas). La superficie de las fotografías de Pere Formiguera es mucho menos explícita, más austera. En ese viaje al interior no encontraremos demasiadas cosas más allá de la constatación de cuánto ignoramos sobre estos semblantes plegados sobre sí mismos.También la serie «Máscaras», de Alberto Schommer, de mediados de los ochenta, nos muestra un conjunto de rostros de intelectuales iluminados de de tal modo que sus ojos quedan convertidos en agujeros negros en los que sumergirse, pozos oscuros en máscaras «orográficas» que intentan trasladarnos inútilmente a otra dimensión.
Una venda en los ojos nos puede evocar algún juego infantil, quizás una fantasía erótica, incluso un pelotón de fusilamiento. Hay un expresionismo excesivo y a veces barroco en los retratos (?) de Díaz Burgos, que deriva de su voluntad de crear patrones, paradigmas de identidades colectivas. No estamos ante un juego de sutilezas. En el intento, además, quedan deshilvanados otros registros, que también los hay, y que no sé si nos desorientan o si es que, en la distancia, nos hacen ver que aún es más limitado de lo que creemos nuestro conocimiento sobre la vida en otros lugares.
Cada uno de los retratos es una certificación a grandes voces de la ignorancia de los retratados sobre el hecho del retrato, convertidos en posibles “víctimas” de quien les mira desde la cámara y lo ha dispuesto todo pensando en sus intereses. Pero, a la vez, percibimos que el modelo tiene una confianza total en el fotógrafo, confianza que no sería posible si los intereses de este último no le fueran transparentes. Debe haber amistad entre los dos o, al menos, una fe “ciega” en quien maneja el dispositivo fotográfico. Creo, finalmente, que los estereotipos a los que se refiere Díaz Burgos en algún lugar configuran entre todos un único retrato –el suyo mismo–, elaborado con su propio lado caribeño, el que ha ido conformando con sus hallazgos durante más de veinte años de viajes a aquellos confines que le son tan queridos.