12 junio 2022
En 1928 Albert Renger-Patzsch publicó su famoso libro de fotografías “Die Welt ist schön” (El mundo es hermoso). El título, por sí solo, siempre me hace pensar en el trabajo de Pedro Salaberri. Sin embargo, el título propuesto inicialmente por el fotógrafo fue “Die Dinge” (Las cosas), aunque terminó por plegarse a los deseos de los editores. Cuesta un poco, hojeando las páginas del libro, asimilar las fotografías de unas hormas para calzado o unos cables eléctricos al ideal clásico de belleza. El libro de Renger-Patzsch tanto recibió las alabanzas de quienes valoraron positivamente la reacción a los excesos del pictoricismo anterior (Thomas Mann) como el rechazo de aquellos que vieron en la neutralidad de las imágenes una ausencia del compromiso político que juzgaban imprescindible (Walter Benjamin).
A pesar de consideraciones tan dispares, ambos razonamientos, bien mirado, son válidos. Muchos siglos después de que algunos vocablos fuesen “inventados”, aún no hemos conseguido definirlos. Así, por ejemplo, realidad o belleza, aunque podríamos sumar unos cuantos más. Está en su naturaleza que no lo logremos nunca. Podemos percibirlos, pero son inaprehensibles. Tienen demasiado que ver con cada uno de nosotros, con nuestra manera de ser y de estar. La pintura, me dijo Pedro Salaberri en alguna ocasión, tiene que emocionar. Un cuadro debería ser el lugar donde los sentimientos se hagan reconocibles. Dicho de otra forma y tal y como él lo entiende, el autor debe ser capaz de emocionarse ante sus motivos, ya sean cielos, prados, montañas o casas. Es su forma de estar ante esos motivos. Pero también debe ser capaz de trasladarlos a un cuadro, convertidos en superficies de luz y de color, desde su sentida necesidad vital de emocionarnos. Es su manera de ser.
Escribió Diderot que el arte es una ficción digna de ser contada a gentes sensatas. Hay demasiada racionalidad en esa afirmación. Pasa por alto que es al menos un destello de locura, una pizca de trastorno o siquiera de obsesiva necesidad lo que da razón de ser a la ilusión artística. Quizás, sencillamente, el arte es una ficción que debe ser contada por gentes capaces de emocionarse y de emocionarnos. Soy consciente, al decir esto, del creciente descrédito de lo emocional en el ámbito artístico, convertido hoy para muchos en un reclamo sin mayor interés. Sin embargo, la emoción no me parece más desdeñable que la necesidad de originalidad a cualquier precio, aunque esa originalidad termine tantas veces en insípidas ocurrencias conceptuales.
Los cuadros de Pedro Salaberri parecen pintados hacia atrás, por eliminación, como si cada vez que el pintor retrocediese dos pasos para contemplar el lienzo en ejecución, decidiese qué cosas son prescindibles, de cuántas capas puede ser despojada la imagen para llegar a la esencia vibrante de color que a él le interesa y que nos desea proponer. De ese deseo, hondamente sentido, nace toda su pintura: hacernos partícipes de la emoción de la belleza como él la vive. Naturalmente “el mundo” a menudo no es hermoso. Las cosas -eso que llamamos la realidad- suelen ser también desagradables, dolorosas y crueles. Salaberri no lo ignora, cómo iba a ignorarlo, pero cree que merece la pena que nos detengamos un instante para poder decirnos, con esa suavidad suya, que siempre hay un punto donde su deseo de lo bello puede hacerse también nuestro.
Publicado en Diario de Noticias, 12-06-2022