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Esto no es el Valle de la Muerte

22 diciembre 2014

caponigro

Paul Caponigro. Death Valley, California, 1975

El modo en que llegamos a la fotografía da por sabidas demasiadas cosas. En los lugares donde se enseña –donde la enseñamos– apenas nos cuestionamos habitualmente si hay algo más que la pura técnica/tecnología. Escribe Stephen Shore (“La naturaleza de las fotografías”, Phaidon, 2007) que una fotografía es, en principio, un objeto físico, una impresión sobre un soporte, generalmente un papel. Puesto que el libro está escrito más o menos en el límite temporal entre la fotografía tradicional y la digital, podríamos añadir que el carácter físico del objeto se diluye más y más en la virtualidad de la pantalla electrónica. Lo que se pierde no es poco. Las propiedades físicas de la copia determinan muchas de las cualidades de la imagen.

Lo que me atrae más de ese texto es lo que se refiere al conocimiento de la imagen fotográfica que se dirige a nuestro aparato perceptivo en sus niveles descriptivo y, sobre todo, mental. En una de las fotografías que se proponen en el libro (Paul Caponigro, Death Valley, California, 1975), dice Shore que nuestros ojos parecen ir enfocando cada vez las sucesivas parcelas de la imagen según nos vamos desplazando por ella. Sin embargo, puesto que estamos ante una superficie plana, es nuestra mente en realidad la que re-enfoca al compás de la imagen mental que tenemos ya construida. Se trata de una habilidad adquirida, cultural, en la que no reparamos.

En el ejemplo extremo al que Shore acude, un ciego de nacimiento que repentinamente pueda llegar a ver necesita desarrollar la habilidad cultural que le permita identificar las cosas que al principio no son para él más que manchas de luz. En sentido inverso, quienes hemos sido educados desde la niñez en la cultura de las imágenes –especialmente fotográficas– y que, por tanto, ya tenemos grabados casi genéticamente los códigos culturales que las sustentan, quizás deberíamos emprender algún tipo de retorno. Pasamos por alto que una imagen contiene una carga de convenciones y códigos tanto si la consideramos un objeto físico como un artefacto cultural. Como ese ciego que “abre” los ojos, podríamos llegar hasta el punto cero en que la fotografía quedase convertida en un conjunto de meras superficies luminosas.

Un retorno imposible, terrible y fantástico al mismo tiempo. Se me dirá que hacemos nuestras imágenes a partir de esas convenciones y códigos ya cargados en nuestro sistema. Sin duda es así. Pero, sin embargo, tanto más avanzamos en el intrincado bosque de las imágenes, tanto más tenemos la sensación de habernos perdido, tanto más creemos saber, tanto más necesitamos desandar una buena parte de lo andado. Cada vez, todas las veces. Como el pintor, Paul Caponigro debió haber consignado en su fotografía: esto no es el Valle de la Muerte. Y después haber añadido, supongo que en letra más pequeña: el olvido es imprescindible para re-pensar la imagen. Sombras y manchas puras de luz, visuales y no visuales.


El lugar perfecto

10 noviembre 2014

EXPO LYNNE COHEN

Carlos Cánovas. A propósito… / Regarding… Lynne Cohen. Bilbao, 2014

Se diría que en las fotografías de Lynne Cohen la distancia emocional no ha sido suprimida, pero sí sometida a rígidas leyes que parecen condenarla a la tiranía de una supuesta neutralidad. Neutralidad y emoción actúan en sentido opuesto, y tienden a anularse mutuamente. Hay en su trabajo una determinación, previa a la toma de sus fotografías, que implica una estrategia con estrecho margen para las variaciones. Pienso que podríamos excluir de esto que digo algunas imágenes tempranas en blanco y negro, que parecen conectar mejor con la tradición de una fotografía de los espacios que alcanza un cierto esplendor en las imágenes que ilustran realizaciones modernistas, más o menos relacionadas con lo arquitectónico. El hecho de que en su caso se tratase de domicilios particulares aleja esas fotografías iniciales del anonimato que impregna los trabajos posteriores de la fotógrafa.

Lynne Cohen me pareció una persona encantadora. Yo me preguntaba, mientras charlábamos un día junto con nuestras respectivas parejas, Andrew y Juana, cómo casaban sus suaves y amables maneras con una organización perfecta de cada imagen, sin margen para la duda, con tan pocas concesiones a las emociones propias, rozando en un punto la frialdad con la perfección de sus fotografías. Sólo hubo un momento en el que percibí una determinación rotunda, sin resquicios, cuando negó cualquier posibilidad de una práctica digital.

Probablemente esa neutralidad a que me he referido es sólo una manera de alcanzar mejor sus fines. Sus fotografías oscilan entre la dureza y lo kitsch a que parece abocada a menudo nuestra sociedad. Se ha dicho también que se mueven entre lo irónico y lo onírico (Jean-Louis Poitevin). En los años setenta Lynne Cohen sostenía que “sólo había un lugar desde el cual hacer la fotografía”. Quizás siempre fue así en su caso. Ella, anclada en ese lugar perfecto e inamovible con su cajón/cámara, y los escenarios desfilando ante su objetivo uno tras otro, asépticos sólo en apariencia, cargados de interrogantes sobre nosotros mismos.

Estaba ya enferma cuando, un par de años después, le envié un email con una fotografía mía con la que anunciaba una próxima exposición. Me contestó, a través de Andrew, que le había gustado mucho, que era una imagen mágica. Es un bello recuerdo. En el fondo, los fotógrafos no hacemos más que perseguir esa magia, las más de las veces inútilmente. Magia e imagen vienen del mismo lugar, y seguramente viajan juntas al mismo destino.


Pequeña historia

26 octubre 2014

Adamson

David Octavius Hill / Robert Adamson. Wilhelmina Fillans, 1843

La enésima lectura de la “Pequeña historia de la fotografía” me hace disfrutar más que la primera. Habrá quien considere superadas las reflexiones de Walter Benjamin. Yo las veo como ventanales abiertos a través de los que me resulta más fácil interpretar mejor el universo fotográfico. Ese pequeño texto es desde hace mucho tiempo un precioso patrimonio de todos. “Las grandes creaciones -como escribió el autor- no se pueden considerar obra de un solo individuo”.

A comienzos de los noventa yo viajaba a Bilbao con frecuencia. Dos proyectos casi simultáneos («Ría de Hierro» y «Paisaje sin retorno») me tuvieron ocupado dos o tres años,  a vueltas con el espíritu de una ciudad que se había empeñado en cambiarlo. Plantaba mi cámara de 4×5” en el trípode y, mientras trasteaba, no eran pocas las personas que se interrogaban -y me interrogaban- sobre mis encuadres. Con frecuencia me sugerían alternativas mejores, seguramente con razón. Llegué a añorar tiempos no vividos, como los que relata Benjamin, en los que al acto fotográfico debió ser algo solemne, algo que inspiraba algún respeto y que exigía concentración y silencio, fuesen cosas o personas los intereses del fotógrafo.

Qué placer trabajar en silencio. Escribe Walter Benjamin que “en la fotografía de los tiempos preindustriales, cuando aún no se había producido el contacto entre la actualidad y la fotografía, el rostro humano tenía a su alrededor un silencio en el que reposaba la vista”. Mentalmente lo contrapongo a los millones de retratos que nos hacemos hoy, a todas horas y en todas partes, apresurados y ruidosos. Pero tampoco quiero acabar con un nostálgico elogio del silencio. De las fotografías silenciosas, de los no lugares y de la elaboración de una cartografía de no sé qué se ha escrito tanto, y a veces tan tontamente, que prefiero no aportar nada más. Mejor contemplar el hecho desde su perspectiva sociológica, que ha tener mucho interés.

Escribo estas notas en la terraza de un bar. Hay excesivo ruido, desde luego, y decido marcharme. Cuando estoy abandonando el lugar se produce uno de esos silencios repentinos e inopinados que propician chistes fáciles. Cesan por un momento las voces, los gritos de los niños y la espantosa música. Todo resulta un poco surrealista, y transcurre como a cámara lenta. Mientras pienso en los retratos a los que se refiere Walter Benjamin, por el rabillo del ojo veo a Baudelaire, en una esquina del bar, haciéndose un selfie.


Hollar la huella

29 septiembre 2014

CARMEN CALVO

Carlos Cánovas. A propósito… / Regarding… Carmen Calvo (La niña bonita / Pretty Girl, 2007), Bilbao, 2014

«La aparición irrepetible de una lejanía…. En la huella nos apoderamos de la cosa, el aura se apodera de nosotros«. Dicho de otra manera, también por el mismo Walter Benjamin, la huella es cercanía, el aura lejanía. Para la fotografía, que es huella, el aura debería ser algo inalcanzable. La naturaleza de lo fotográfico obligaría a una búsqueda de lo «aurático» -con toda probabilidad estéril- en su esencial cercanía, en su epidermis.

Ocurre sin embargo que «lo profundo es la piel», como dejó dicho el poeta. Recordando a Goethe, escribe Alfonso de la Torre en el catálogo de Carmen Calvo Buscaba lo que se pierde»), se trataría de aislarse en la imagen para penetrar en ella, quizás para identificar una nueva imagen o, al menos, para advertir la existencia de planos diferentes en su interior. No es posible una definición precisa del aura, ni siquiera para el propio Benjamin lo fue. Sabemos que existe, y que está ahí. Podemos aceptar su naturaleza espectral, y seguramente convenir que cada uno de nosotros tiene su particular forma de percibirla, más allá de la superficie, pero sólo a través de la superficie.

En ese espacio vano, bajo la piel sensible de las imágenes fotográficas, que son las que a mi me interesan más, el esfuerzo por aprehenderla tiene el sustrato patético de toda actividad artística. Patético y a veces hasta un tanto cómico. Surge siempre el muro de lo inalcanzable, que obliga a vadear el río. Podemos hablar entonces de muchas cosas: del diálogo de materiales diversos, de desafíos espacio-temporales, de creación de una nueva y poderosa realidad, de derivas metafísicas, de un sentimiento trágico y hasta de claves humorísticas. Como decía al comienzo, de cercanías y de lejanías, de huellas y espectros. De auras.

Más allá de la pura estética, también indefinible y difusa, tal vez lo que importa es el equilibrio entre el desaliento y la compulsión de hacer. La necesidad, nada racional y a la vez sólo racional, de alcanzar, desordenando un poco el título de la artista, «las sombras que el ojo acepta». Que son todas. Buscar alguna cosa lejana buceando en la superficie de la imagen próxima que es una fotografía. En el buen sentido, hollar la huella.


Nadie hará bien esas copias

7 septiembre 2014

Rafael Sanz_Retrato de dos ninos

Rafael Sanz Lobato

Cuenta Rafael Sanz Lobato en el documental que acompaña su exposición cómo, al final de sus días, Edward Weston destruía algunos de sus negativos. Su mujer le preguntó por qué lo hacía. Y Weston, imposibilitado ya para copiarlos él mismo, los destruía porque “nadie, nunca nadie podría hacer bien esas copias”, ya que los posibles “printers” no habían estado en el lugar de la toma, y por tanto no habían “previsualizado” la escena. Ignoro si la historia es apócrifa o no. Me interesa ahora la mitificación que se hace de algunos conceptos de la fotografía química, como éste de la previsualización. Es un concepto ligado esencialmente al llamado “sistema de zonas”, todo un desarrollo técnico-didáctico para el control objetivo del tono fotográfico en blanco y negro. El fotógrafo debería ser capaz de determinar a priori, en la escena, el aspecto final de la imagen sobre el papel, estableciendo el recorrido técnico para llegar al resultado apetecido.

Una interpretación más subjetiva de la previsualización significaría la capacidad del fotógrafo para alejarse de la respuesta estandarizada de los materiales. Por ejemplo, si el fotógrafo previó su imagen deliberadamente oscura y con un contraste bajo, debería saber apartarse lo necesario del itinerario “normal” para conseguirlo. Diríamos, por lo tanto, que puede haber una previsualizaciónn objetiva y otra subjetiva. La primera podría ser restituida por un buen “positivador” sin demasiada dificultad, pero es evidente que sólo el autor es dueño de la segunda. He copiado imágenes de otros fotógrafos durante muchos años. No descubriré nada nuevo si digo que de tanta importancia como los recursos técnicos que se tengan es el conocimiento personal de la obra de cada autor, de sus intereses y hasta de su propia biografía, cuanto más profundo mejor. Ese conocimiento permite un acercamiento con garantías entre la imagen previsualizada y la copia final. Radicalismos aparte, siempre es una solución mejor que emprenderla a tijeretazos con los negativos.

Sirva un ejemplo. A comienzos de los ochenta no fui el único en escuchar a Koldo Chamorro decir que dar sus negativos a otra persona para que los copiase era como “ligar” con una chica y que la chica se la llevase otro. Sin embargo, desde finales de esa misma década y durante muchos años disfruté –y sufrí– con sus negativos con intensidad. Yo no acompañé a Koldo cuando obtuvo las fotografías, no estuve allí, en la escena, pero eso no fue un obstáculo insalvable. A lo largo de veinte años de llevar al papel sus a veces difíciles negativos recuerdo que sólo tuve que repetir una imagen, aunque hoy sinceramente creo que en más de una ocasión fue indulgente.

Lo cierto es que sólo el fotógrafo estuvo en la toma, sólo él pudo “previsualizar” el aspecto de la imagen en el papel. He ahí el por qué al autor hay que darle siempre la razón, aunque a los «positivadores» nos cueste bastante entenderla, incluso aunque no la tenga. Como sucede a menudo, en el pecado se lleva la penitencia. Cada autor es muy libre de realizar sus copias con arreglo a su “previsualización”. Sin esa atadura, no es difícil encontrar incorrecciones. Algo que, dejando al margen sus últimos trabajos, se me hizo evidente en la exposición de Sanz Lobato. Y algo que permite afirmar también a más de uno que las copias realizadas por Edward Weston a partir de sus propios negativos no son precisamente mejores que las realizadas después por sus hijos.


Hacer brillar el rojo

1 septiembre 2014

2014082301D16_Axel Hutte

Carlos Cánovas. A propósito… / Regarding… Axel Hütte (Irati, 2008). Donostia-San Sebastián, 2014.

«El arte consiste en hacer brillar el rojo», escribió Markus Lüpertz. Tal y como yo prefiero interpretar esa frase, consiste también en saber cuál es la materia de la que está hecho ese rojo. Y en saber desde dónde hay que mirar para que brille, y qué naturaleza tiene la luz que le da brillo y qué es lo que hay entre quien mira y ese rojo que debe brillar…

Se convendrá conmigo en que estamos entrando en el reino de las sutilezas. Si además hablamos de fotografía, las sutilezas tendrán el aspecto de lo virtual. Axel Hütte se sitúa en territorios sutiles. Dicen que contempla un reflejo durante horas, quizás días, hasta percibir algo. Se entiende que algo diferente, algo no percibido hasta entonces. Sin embargo, todo ha sido percibido por alguien con anterioridad, siempre hay quien ha sido consciente “de eso” ya. Lo que importaría no es tanto ser el primero como identificar y delimitar un territorio para hacerlo personal, no tanto descubrir algo “nuevo” como adquirir la patente de esa supuesta novedad.

Es una forma de apropiación que está en el ADN de la llamada “Escuela de Düsseldorf”, desde los Becher hasta Ruff, Höfer o Hütte. No tendría por qué parecernos ni bien ni mal. Lo está del mismo modo que está en cualquier artista que quiera construirse a sí mismo como artista. Es un proceso bien conocido. En este punto aún me interesa menos la cuestión de si todo lo demás, en torno a este grupo, pueda ser puro montaje o mercadotecnia.

En lo que a mi respecta intento penetrar en el espacio que media entre el lugar que ocupa el fotógrafo y aquel otro donde «el rojo parece brillar». En ese mapa de las distancias del que me gusta ocuparme desde hace tiempo, la de Hütte sería una distancia “matérica” –y en ese sentido pictórica– más que física o intelectual. Por otro lado la naturaleza y la estructura de ese espacio en suspensión entre la cámara y el tema estaría en la génesis y en la razón de ser de muchas de sus imágenes. Aún así, viendo su trabajo diría que tanta sutileza no es suficiente, o que a partir de un grado de insuficiencia obligadamente se ha de buscar refugio en la sutileza.


Intersecciones

24 agosto 2014

Vanessa Winship Narciso

Vanessa Winship. Estados y deseos imaginados, 1999-2003. «En este lugar no era difícil ver cómo el muchacho, al igual que Narciso, se había enamorado de su propio reflejo».

Leo en el catálogo de la exposición de Vanessa Winship que la poesía es una forma de magia que aspira a volver maleable la textura de nuestra percepción (Stanley Wolukau-Wanambwa, sobre Don Paterson, Ryhme and Reason, 2004). Combinada con las imágenes, la aspiración parece ir un poco más allá de la simple textura. De la exposición de Vanessa Winship me han llamado la atención dos cosas. La primera es la conexión con los clásicos (Walker Evans, Diane Arbus, Richard Avedon, etc.) Es algo que se aprecia con intensidad en la fotografía británica, y es evidente que la formación tiene mucho que ver. La otra es el modo en que se produce en su trabajo la intersección entre el registro y la ficción, entre lo documental y lo poético, especialmente en las imágenes más tempranas (Estados y deseos imaginados. Travesía de los Balcanes, 1999-2003).

Vanessa Winship parece haber constatado muy bien las insuficiencias de la fotografía. Se diría que su propio recorrido fotográfico hasta hoy es la prueba del nueve de lo apuntado, un recorrido en el que la presencia humana se ha ido desvaneciendo hasta dejar las imágenes reducidas al puro paisaje (Almería, Donde se encontró el oro, 2014).

Quienes a veces acompañamos las imágenes con textos no hacemos más que intentar llevar al espectador por el camino que nos interesa, es decir, intentamos “dominar” su imaginación. No estoy seguro de si es suficiente el “derecho” a hacerlo. Concretar un texto poético y encadenar a él una imagen es algo que, como decía, va más allá. La poesía “invoca”, escribe Don Paterson en el texto antes mencionado. Pero, a la vez, es como si el fotógrafo declarase “con la imagen sólo no puedo”. No puedo invocar. ¿Es ese texto poético, por tanto, una declaración de impotencia? ¿No desvirtúa, orientándolo en exceso, el carácter esencialmente polisémico de las imágenes fotográficas?

La renovación del género documental, si tal cosa es posible, tendrá que ver con la ruptura de sus barreras tradicionales. Asumido el carácter ambiguo de toda fotografía, hay que abrir el paso a otras regiones contiguas a la propia imagen y que no estén demasiado holladas todavía. Pero hay algún punto, que no sé situar, a partir del cual la imaginación se cierra más que se abre, el horizonte se achica más que se amplía.


Planta de invernadero

7 agosto 2014

Cartier Bresson Mexico

Henri Cartier-Bresson. México, 1934

Siempre me imagino a Robert Capa, en alguna especie de paraíso, tentando a Cartier Bresson: “…defínete como fotoperiodista y harás lo que quieras”. Es decir, si comes de este árbol serás como Dios. No puede sorprender a estas alturas lo que parece un episodio más en las relaciones entre arte y fotografía. Desde el siglo XIX hasta hoy, si eres fotógrafo, tendrás que elegir. La exposición de Cartier-Bresson, procedente del Centro Pompidou y ahora en la Fundación Mapfre, es un intento de “recomplejizar” (perdón) las cosas, cito textualmente a Clément Cheroux. Allá queda, insuficiente, la otrora exitosa idea del “momento decisivo”. Se trata de mostrar los sedimentos fotográficos de las sucesivas capas que conforman al personaje: pintura, surrealismo, cinematografía, militancia política, reporterismo, etc.

Suele ser cierto casi siempre que uno es deudor de sus comienzos. Aún en el final de una biografía larga y densa, esos comienzos  terminan por aflorar de algún modo. El primer Cartier-Bresson registra la influencia de Atget, absorbe la naturaleza geométrica de la imagen, y es seducido por el poder de la belleza convulsiva. La jerga de los surrealistas (explosión estallante, erótica velada, magia circunstancial) no desaparecerá en su caso en los años treinta, aunque se camuflará en el carcaj del arquero zen.

“Si te etiquetan como fotógrafo surrealista te quedarás en eso. No te darán un encargo. Serás como una planta de invernadero”, Capa dixit. Cartier Bresson abrazó pragmáticamente el árbol gigantesco de la ciencia periodística del bien y del mal. Sin embargo, más o menos secretamente, quedó un poso de aquellos comienzos surrealistas. Por eso, al lado de ese árbol, si se fija uno con atención, puede verse una pequeña planta de invernadero, disimulada y desubicada, pero incólume.

¿Será porque, como escribió Susan Sontag, no hay empresa más surrealista que la fotográfica, empeñada en obtener un duplicado del mundo? ¿O será, como provoca Chéroux, porque al fin y al cabo la fotografía es mucho más compleja que el arte?


Ya no puedo no ver

26 julio 2014

Plossu_Mexico City_1966

Bernard Plossu. México D.F., 1966

Terminaba de visitar la exposición de la colección Álvarez Sotos, que conocía en parte desde que la vi en Huesca, hace algunos años. Siempre me llaman la atención las extrañas asociaciones de imágenes que el azar y los designios del coleccionista ocasionan. Las dos últimas fotografías de la muestra me deparaban uno de esos emparejamientos que no sé si odio o deseo: Bernard Plossu (México D.F., 1966) y John Kimmich (Chicago, 1993).

Que Plossu es uno de los grandes fotógrafos de la segunda mitad del siglo XX no es ningún descubrimiento. “La mía es una forma de pensar la fotografía sin concepto, de hacer la fotografía de cada momento”, declaraba no hace mucho tiempo. En realidad, lo suyo es un concepto de la fotografía con voluntad de convertir cada momento en imagen: “Ya no puedo no ver”.

Queda lejos el año 1966, es casi medio siglo. Han pasado muchas cosas. Esta temprana fotografía de Plossu en su primer viaje a México podría resumir buena parte de su trayectoria. Es un momento decisivo sin imposturas geométricas, un momento “in between” cargado de seducción.

“Es el clima alrededor de un lugar lo que veo”. En Plossu el tiempo es muchas cosas a la vez. Es un instante prolongado, que quiere ser retenido, es un tiempo “atmosférico” que nos transporta, y es un tiempo emocional que nos cautiva.


Que nos quieran

20 mayo 2014

Rivas_Borges_1972

Humberto Rivas. Jorge Luis Borges, 1972

Fue en una mesa redonda. V. recordó a Borges: “Escribimos para que nos quieran”. Fotografiamos para que nos quieran. Pobres fotógrafos, niños desamparados necesitados de amor. Por un momento se percibió en la sala un impulso amoroso, sin duda sincero, en las dos direcciones. Yo también formaba parte de la mesa, y lo noté, aunque me resultó poco consistente, como algunos aplausos aislados, aquí y allá, que languidecieron en la penumbra anónima del público.

Ese público que había venido a escucharnos también necesitaba ser querido, tanto o más que nosotros. En aquel momento no tuve los reflejos necesarios, y no dije nada. Nadie dijo nada. Fue un momento extraño, diría que de sentimientos honestos, aunque ahora, pasado algún tiempo, todo me resulta impropio.

¿Quién no necesita que le quieran? A veces, sin embargo, hay que bajar dos puntos la intensidad. Es como aquello de que “todo esto lo hemos hecho (fotografiado) por vosotros”. La cosa tiene una carga angelical difícil de creer y de soportar.

Hacemos fotografías porque nos gusta, nos gusta condenadamente, y ya está.