Pequeña historia

26 octubre 2014

Adamson

David Octavius Hill / Robert Adamson. Wilhelmina Fillans, 1843

La enésima lectura de la “Pequeña historia de la fotografía” me hace disfrutar más que la primera. Habrá quien considere superadas las reflexiones de Walter Benjamin. Yo las veo como ventanales abiertos a través de los que me resulta más fácil interpretar mejor el universo fotográfico. Ese pequeño texto es desde hace mucho tiempo un precioso patrimonio de todos. “Las grandes creaciones -como escribió el autor- no se pueden considerar obra de un solo individuo”.

A comienzos de los noventa yo viajaba a Bilbao con frecuencia. Dos proyectos casi simultáneos («Ría de Hierro» y «Paisaje sin retorno») me tuvieron ocupado dos o tres años,  a vueltas con el espíritu de una ciudad que se había empeñado en cambiarlo. Plantaba mi cámara de 4×5” en el trípode y, mientras trasteaba, no eran pocas las personas que se interrogaban -y me interrogaban- sobre mis encuadres. Con frecuencia me sugerían alternativas mejores, seguramente con razón. Llegué a añorar tiempos no vividos, como los que relata Benjamin, en los que al acto fotográfico debió ser algo solemne, algo que inspiraba algún respeto y que exigía concentración y silencio, fuesen cosas o personas los intereses del fotógrafo.

Qué placer trabajar en silencio. Escribe Walter Benjamin que “en la fotografía de los tiempos preindustriales, cuando aún no se había producido el contacto entre la actualidad y la fotografía, el rostro humano tenía a su alrededor un silencio en el que reposaba la vista”. Mentalmente lo contrapongo a los millones de retratos que nos hacemos hoy, a todas horas y en todas partes, apresurados y ruidosos. Pero tampoco quiero acabar con un nostálgico elogio del silencio. De las fotografías silenciosas, de los no lugares y de la elaboración de una cartografía de no sé qué se ha escrito tanto, y a veces tan tontamente, que prefiero no aportar nada más. Mejor contemplar el hecho desde su perspectiva sociológica, que ha tener mucho interés.

Escribo estas notas en la terraza de un bar. Hay excesivo ruido, desde luego, y decido marcharme. Cuando estoy abandonando el lugar se produce uno de esos silencios repentinos e inopinados que propician chistes fáciles. Cesan por un momento las voces, los gritos de los niños y la espantosa música. Todo resulta un poco surrealista, y transcurre como a cámara lenta. Mientras pienso en los retratos a los que se refiere Walter Benjamin, por el rabillo del ojo veo a Baudelaire, en una esquina del bar, haciéndose un selfie.