5 octubre 2016
El paisaje, como imagen que es, nace de la voluntad de alguien. Una verdad tan elemental se nos suele olvidar, y acabamos pensando que los paisajes son categorías preexistentes y que están en algún lugar desde el que rescatarlos sin más, como si tuviesen derechos adquiridos que hubiese que respetar obligatoriamente. Si algo debería haber dejado claro la imagen fotográfica desde su aparición, es que antes de cada fotografía debe existir esa voluntad a la que me refiero. Identificarla nos sería también hoy de mucha utilidad para conducirnos un poco mejor en la era de la masificación de las imágenes. Es una voluntad que se puede fijar antes de tomar una fotografía o cuando esa fotografía ya se ha materializado, no hay contradicción en ello, incluso se puede identificar mucho tiempo después. Las fotografías constituyen registros precisos fruto de un dispositivo técnico que les da su ser, pero son antes que nada certificaciones de un esfuerzo por singularizar algo que previamente no era más que irrelevancia o confusión visual.
Las fotografías de esta Riberia de Carlos Traspaderne son cuadradas. Si hay algún formato que señala el deseo del autor de construir una imagen es el cuadrado, en especial cuando se aplica a eso que llamamos “paisaje”, sea del tipo que sea, y que de un modo natural miramos en horizontal. El hecho de constreñir las salidas de la imagen a izquierda y derecha no es más que una afirmación rotunda de la presencia de quien mira, que subraya así sus intenciones y su voluntad. Es un encuadre acentuado, que encuentra su razón de ser en la capacidad decisoria de quien quiere algo concreto. A cambio, la grandeza del escenario es menos grandeza, la mirada se ve más obligada a buscar un punto, no puede expandirse libremente.
Estas fotografías quieren que nos detengamos en lugares sin gracia aparente, al pie de un camino apartado, ante construcciones humildes un tanto perdidas en campos grises bajo cielos grises. Tienden hacia el “no paisaje”. Nos proponen la contemplación de huertas, árboles, vallas, paredes improvisadas y sin pretensiones, precarias a menudo, cabañas donde guardar algunos aperos o sencillamente nada, lugares para dar familiaridad a un trozo de campo, en los que descansar unas horas, refugios para guarecerse un rato o donde buscar quizás el ritmo más lento del labrantío, de los días, de las estaciones.
Fluyen las nubes pesadamente sobre los campos llanos, por encima de un río que nunca llegamos a ver y que marca todas estas tierras de Riberia. De cuando en cuando aparece un núcleo un poco más urbanizado, más o menos próximo. Señales, rótulos, cables, bidones, sembrados, todo en aparente desarreglo… Una especie de inventario desordenado de cosas que a esa idea romántica del paisaje que una vez heredamos parecen convenirle poco. Un inventario también de objetos, horas y lugares que testimonian el propósito de alguien que ha querido convertirlos en paisaje, que ha encontrado en ellos cualidades que identifican territorios que solo un río no puede desunir. Paisajes nacidos de una voluntad.
Publicado en el libro «Riberia», de Carlos Traspaderne, en preparación (Aloha Editorial, Madrid)