Avilés. De la vista humilde

1 junio 2008

Fotografía de Juan Antonio Avilés

Juan Antonio Avilés Sánchez. Baza, ca.1928 (col.Julia Morcillo)

No es muy difícil reconstruir cómo se comenzó a elaborar el catálogo de lo fotografiable. Dignas de una fotografía, lo dijo el mismo François Arago, eran las pirámides de Egipto, monumento por excelencia de la Humanidad. Lejos de su grandiosidad, los ideogramas y jeroglíficos de sus paredes también merecerían la atención del fotógrafo, que pronto volvería sus ojos hacia otros monumentos más próximos: catedrales, iglesias y palacios. Lo lejano, los confines del mundo, tuvieron también temprano crédito, desde el Extremo Oriente hasta el Polo Norte.

En otro orden de cosas, pronto fueron fotografiables las celebridades, incluso las más refractarias al invento digno de Narciso: Baudelaire, por ejemplo, compartió experiencia ante las cámaras junto a Franz Liszt. No mucho más tarde, los mortales comunes, sin otro mérito que su propia mortalidad –y el hecho de disponer de algunos dinerillos–, consideraron también que sus vidas estaban jalonadas por acontecimientos fotográficos: su nacimiento, su boda y hasta su misma muerte eran susceptibles de dejar un rastro ante las cámaras.

Las fotografías respondían siempre a un porqué. Se diría que alguien había determinado lo fotografiable y los demás lo aceptaban sin protestar. Hay en todo esto un exceso de gravedad y de pretensiones que se inició el día en que alguien decidió llamar al invento nada menos que fotografía. Y, sin embargo, años antes, los modestos points de vue de Nièpce apuntaban en una dirección diferente, la que corresponde, como su nombre indica, a un simple punto de vista, y nada más. En aquella sencilla mirada a través de una ventana –la fotografía más antigua–, está ya todo lo que es y lo que no es una fotografía.

Cada día que pasa me gusta más lo que podríamos llamar la vista humilde, una fotografía sin más justificación que dejar constancia de una mirada llana: un rincón perdido, una calle cualquiera, un punto vacío. A ninguna, a cualquier hora.  Como si la última razón de ser de la imagen fotográfica consistiera en revelar instantes en los que el único sentido fuese precisamente ése, tomar conciencia del mero hecho de mirar.

Sé que alguien, en seguida, va a decirme que mis argumentos son los de un ingenuo (uno siempre lo es, quiero creer), que, lo sepamos o no, en una fotografía como la que estas líneas acompañan, el fotógrafo tenía alguna otra razón que le llevó a colocar su trípode en tal o cual lugar exactamente. Tal vez. Es posible, me dicen, que la fotografía que Avilés tomó en la rambla de San Antonio, en Baza, donde residió unos cuantos años, se hubiese realizado como parte de un trabajo previo para algunas obras municipales de canalización o algo por el estilo.

No es verdad. Como cualquier otro fotógrafo, Avilés actuaba a veces a golpes de impulsos desconocidos. Algunos días, a una hora incierta, decidía plantar su cámara aquí o allá, para intentar registrar el enigma de la vida pasando, discurriendo por las calles de un pueblo como si la cosa no fuese con ella, con esa vida que la cámara siempre anheló, inútilmente, capturar. Uno puede sentir, entonces, que nada está en la imagen donde debe. Las figuras, abrigadas, son pequeñas, anónimas, no se sabe qué hacen en el encuadre. Miran hacia el fotógrafo, hablando entre ellas, con una mezcla de escepticismo y de suficiencia, como suelen hacerlo quienes, sin haber sido invitados a formar parte de la escena, se saben actores de la misma. Los edificios aparecen desprovistos de cualquier glamour, como sorprendidos en su escasa relevancia. Unas caballerías, al fondo, están allí para impregnar de temporalidad la imagen. Hay también un poste, a un lado, que va a ninguna parte y, en el otro extremo, un niño mirando la escena con la curiosidad con la que miran los niños: para entender. Está en una esquina del cuadro, y resulta mitad cómplice y mitad polizón.

El fotógrafo está suspendido sobre el canal, en un pequeño paso elevado como otros que se adivinan más lejos. Hay quien dirá que ese canal es el objetivo de su fotografía. Yo no lo veo así. Ese canal es lo que importa menos. Quizás es el cielo el protagonista de la imagen, ese mismo cielo en el que alguien, tiempo después, pondrá un sello en seco: gesto de catalogación y control, de posesión, al fin y al cabo. Como si tuviera algún sentido catalogar cosas como la hora gris y anodina, la tierra parda de una calle cualquiera en un pueblón del sur o la gorra sucia de un niño que mira.

Estoy seguro de que las obras de canalización nunca se llevaron a cabo. Y si acaso se hizo algo en este lugar tuvo que ser para justificar esta fotografía.

Carlos Cánovas. Junio 2008.
 
Aviles. De la vista humilde