1 enero 2012
Universo paralelo
Jean Dubuffet afirmó aquello tan conocido –y socorrido– de que “un artista no es otra cosa que un hombre que crea un universo paralelo porque no quiere que se le inflija uno impuesto”. Me atrevería a añadir que poco importa, a este respecto, si ese universo es “inventado” o simplemente “reconocido”, o si se trata de una construcción racional o irracional. Lo determinante, para Dubuffet, es sobre todo su existencia, una existencia que estaría determinada por la libertad del artista y por su capacidad de creación. Flota también en la afirmación algo inherente a los procesos artísticos como es el rechazo a cualquier imposición, y asimismo la idea, un tanto desdibujada, de que ese universo paralelo no va a estar tan lejos, al fin y al cabo, del otro, que yo, llegados a este punto, no me atrevería a llamar el “real” más que a efectos de entendimiento.
Dicho de otra manera, será inevitable la existencia de algún nexo entre tales universos, que bien podrían llegar a estar enfrentados, pero que finalmente se precisan mutuamente. El “grosor” de ese cosmos paralelo del artista y la fuerza de atracción/repulsión hacia el real pueden ser muy variables, con límites anclados en la invención pura y dura, por un parte, y en las pautas meramente documentales, es decir reproductoras, por otra. Todo ello cobra un sentido especial, a mi parecer, ante una obra como la de Jordi Bernadó, alguien que ha manifestado entender la fotografía como una forma de conocimiento del mundo pero que, un paso más allá, afirma también que ver es inventar. Todo lo cual, después de una pequeña traducción, delimitaría un recorrido entre la tradición documental realista, de la que se ha declarado alguna vez admirador, y la pura ficción creativa, que nos acercaría mucho más al territorio de la narración y la representación.
De manera que podríamos considerar sus imágenes como fotografías de escenarios en los que se va a desarrollar –o quizás se ha desarrollado ya– alguna historia que, por supuesto, nos concierne. No en balde, por obra y gracia de sus fotografías, quedamos convertidos en público necesario y lo que es más, con conciencia de serlo. Es una especie de trampa de la que no podemos escapar. Somos imprescindibles para la representación. Bernadó ha tomado prestados elementos del mundo “real”, y con ellos ha construido tramoyas y levantado tablados de colores desde los que se nos va a decir algo en tono amistoso, pero que seguramente es importante.
Todo viene con sus envolturas, y esas envolturas se han dispuesto con maña. Bernadó es algo más que un tipo que pasaba por allí. Quizás es eso lo que se desprende de su afirmación de que “ver es inventar”. Mirar, y recoger en una imagen lo mirado sería para él –y no sólo para él– tanto como quedarse en una fase previa, un poco insulsa. Ver es proyectar/identificar los propios fantasmas en un lugar, detectar la presencia de ese otro mundo que se lleva a cuestas forjándolo cada día, reconocer, delante de la cámara, los pliegues del traje que tiene uno puesto detrás de la cámara. Pliegues y frunces de lo absurdo, lo cómico, lo surrealista, lo misterioso, lo sorprendente, lo maravilloso, todo eso que puede estar a la vuelta de la esquina o muy lejos, porque la distancia física no es más que un mero contratiempo fácilmente superable.
En realidad, todos los escenarios aparecen unidos “por arriba”, es decir, por el espíritu que anima al autor de las fotografías, y no tanto por su emplazamiento o por un sentido peculiar de la luz, por ejemplo. Si acaso, una construcción casi siempre similar de las imágenes revela el modus operandi del fotógrafo, que por otro lado apenas se esfuerza en disimularlo.
Perspectiva y eficacia
Man Ray dijo aquello de que ninguna expresión plástica puede ser más que el residuo de una experiencia. Estoy seguro de que Jordi Bernadó no tiene el menor interés en contradecir al viejo maestro, pero sus imágenes, a mi entender, parecen afirmar lo contrario, aspiran a erigirse en propuestas, experiencias visuales a partir de lo que podríamos, en cierto modo, considerar restos de una actividad humana, sea ésta un almacenamiento de cruces, un cuadro del Papa suspendido en la pared, un “tiopepe” en un campo de girasoles o el laboratorio experimental de una universidad. Se diría que el fotógrafo ha conseguido adelantarse a su propia experiencia en esos lugares desde la precisa certeza de lo que desea. Su búsqueda auto dirigida no puede terminar más que en el éxito; no hay otras opciones ya que, de ser infructuosa, simplemente deberá continuar en otro lugar o en otro momento, su peculiar brújula marcando siempre la misma dirección.
La construcción de estas imágenes, a la que antes me refería, es, ante todo, eficaz. Pocas veces se aprecia con tanta claridad el “cono” visual sobre el que se construyen las fotografías, a un extremo el fotógrafo, al otro, su materia prima: el universo paralelo, volviendo a Dubuffet, en el que decidió instalarse. Y entre el vértice y la base de ese espacio no son perceptibles, en primera instancia, ni el caudal de recursos técnicos ni los soportes retóricos de las series. Sé que Bernadó estudió arquitectura. Se ha dicho que esos estudios alguna influencia debieron tener en la aplicación, por ejemplo, de las leyes de la perspectiva que tanto acercan a fotógrafos y arquitectos. Pienso más bien que ese acercamiento es de carácter procedimental, que si acaso se refiere al método para la traducción a imágenes de lo que en principio no es más que una idea. He soportado muchas veces la asignación de un carácter arquitectónico a mis propias fotografías, y supongo que a Bernadó le ocurre lo mismo con frecuencia. Sinceramente, creo que no procede. Diré mejor que, si acaso, es pertinente en un plano muy distinto, que tiene que ver poco con lo que se intenta sugerir, y al que me referiré más adelante.
Es innegable, con todo, que las imágenes de Bernadó evidencian su deuda con la perspectiva cónica. Mucho tiene que ver en ello el empleo de lentes angulares y su sujeción a un punto de fuga central, que homogeniza la construcción de las fotografías. Suele colocar el horizonte cercano a la mitad del cuadro, ligeramente por debajo. Así, las líneas de convergencia, reales o imaginarias, quedan fuertemente potenciadas. Desde aquel punto del infinito se disparan hacia nosotros nubes, campos cultivados, suelos y paredes y hasta personajes –de ficción– que caminan por esas líneas imaginarias que nos abarcan y nos integran en la imagen. Es obvio que nada de todo esto es un descubrimiento. También lo es que, así usado el dispositivo, tiene una eficiencia incontestable. El único requisito para que la focal no quede excesivamente delatada, minimizados los problemas de profundidad de campo, se reduce a mantener las verticales aplomadas.
Algo parecido se puede decir de la gestión de color. El pragmatismo de Bernadó no le lleva tanto a definir una paleta propia como a responder con pulcritud y corrección a los estímulos cromáticos, a menudo densos, que recibe, lo cual, dicho de paso, es mucho menos fácil de lo que se pudiera creer. No obstante se diría que con frecuencia esa gama abigarrada de colores se convierte en condición sin la cual la fotografía ni siquiera se plantea. Quedan al margen aquellos temas –unos pocos paisajes, algunas oficinas e instalaciones– en los que, de suyo, el color juega un papel secundario, y él no lo va a añadir. Pero incluso desde una cierta “neutralidad” del fotógrafo, puede decirse que el color constituye un rasgo fundamental y definitorio de su trabajo. Me constan algunas imágenes en blanco y negro (Atlanta, Berlín), sumamente correctas, en las que sin embargo cuesta más “reconocer” al autor, sobre todo en las de la ciudad americana, porque en ellas quedó circunstancialmente a un lado su mundo habitual, o porque tal es el peso que el color ha llegado a tener en su obra.
Sí, lugares
La delimitación de un mundo visual propio obedece sin duda a procesos formativos personales, que seguramente llegan hasta la niñez de cada cual, pero a la vez es también un método de clarificación y, en última instancia, de defensa. Afirma Marc Augé que la superabundancia espacial, que corresponde a una transformación acelerada propia del mundo contemporáneo, nos presenta dificultades del mismo orden que las que pueden llegar a sufrir los historiadores ante el exceso de acontecimientos. En ese marco general, la imagen –sobre todo la fotográfica– se ha convertido en el mejor exponente de aquella superabundancia, a lo que habría que sumar su extraordinario “poder”, que, en opinión de Augé, excede en mucho a la información de que es portadora, de tal modo que, al final, el sobredimensionamiento de espacios e imágenes tiene mucho de “amenaza” ante la cual conviene aprender a defenderse. A este respecto, no es nuevo el concepto de “ecología de la imagen”, del que ya se ha hablado mucho, y que tal vez, en ese mismo sentido, bien podría ampliarse hasta una “ecología visual del espacio”.
Frente a una tendencia, muy extendida, en la que los “no lugares” han ocupado con frecuencia una buena parte del quehacer de fotógrafos y artistas en general, Jordi Bernadó se ha orientado en otra dirección. Sus lugares suelen tener historia propia, y pienso que podría decirse de ellos que responden –salvo en casos aislados– a culturas que es posible localizar espacial y temporalmente. Son espacios que “radican” en lugares concretos, que poseen una carga cultural específica y que, en ese sentido, se alejan claramente de la idea de “no lugar”. Algunos insertos (Barcelona, Andratx, Auschwitz), por razones obvias, sirven apenas como contrapunto a lo dicho. A veces (Níjar – Campohermoso – Las Negras – Tanatorio – Parque natural) es el mismo fotógrafo el que se encarga de negar concienzudamente cualquier posible interpretación incorrecta, evidenciando que le interesa, además de la poderosa carga irónica, la localización de cada emplazamiento y mucho menos su condición de intercambiable.
En efecto, este último rasgo, la posibilidad de que un mismo lugar pudiera ser intercambiable, no es definitorio para Bernadó. Sus fotografías de las Ramblas, por ejemplo, tienen en muchos casos señas de identidad propias, y otro tanto se podría decir de buena parte de la serie “Welcome to Espaiñ…”, incluso de las imágenes de Europa. Hablando siempre en términos generales, una gran parte de sus fotografías podrían permitir, casi a simple vista, una localización más o menos precisa. Aún en las fotografías de “Welcome Utopia”, la posible neutralidad de las imágenes es negada por la propia estructura de la serie, que se asienta en lo jocoso de nombres precisamente “fuera de lugar” o sin sentido.
Se diría, en definitiva, que frente a la homogeneización de los “no lugares”, Bernadó opone una concreción y hasta localismo, si se me apura, que se sitúa en el polo opuesto, aunque a la postre incluso desde diferentes culturas pudiéramos sentirnos plenamente reconocidos por los vínculos que es fácil establecer entre fotografías tan heterogéneas. Lo que rebasa la dimensión aparentemente local de las imágenes tiene que ver con lo escrito en su propio universo icónico, al cual, como señalábamos antes, nacen predestinadas. Como si se tratase de reafirmar lo que, en una de las fotografías de Barcelona, entre lámparas encendidas, medallones con rostros en la pared y volutas decorativas, puede leerse: “El arte no tiene patria”
Lo real maravilloso
Para que esa predestinación sea efectiva, Bernadó ha tenido que cultivar y desarrollar concienzudamente sus dotes de director de escena, porque su fotografía implica, casi siempre, algún tipo de representación. Tampoco su papel sería ese, indispensable en el mundo del cine, del localizador de escenarios, si acaso más bien el de un localizador de escenarios teatrales. Hay pocos, porque es difícil reconocer en el garrulo mundo de todos los días el montaje de colores, cartón piedra y simulacros diversos en los que se haya llevado a cabo o se vaya a llevar, tanto da, una representación, ya que lo que importa más es el escenario. Como muchos otros “paisajistas” contemporáneos, Jordi Bernadó excluye la posibilidad de la presencia de seres humanos “reales” en sus fotografías. Naturalmente, a la presencia humana le quedan expeditas muchas otras vías.
Hay algo de “maravilloso” en estos escenarios “reales”, no tanto en el sentido tradicional del término, sino en aquel otro dibujado hace muchos años, en su controversia con los surrealistas europeos, por Alejo Carpentier: “…lo real maravilloso se refiere a… una revelación privilegiada de la realidad, una amplificación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad…” Parece que, finalmente, en esa controversia no quedó muy claro el límite entre lo “real maravilloso”, de Carpentier, y lo simplemente “maravilloso” que proponían los surrealistas, pero, a nuestros efectos, resulta casi innecesario señalar la vinculación que unos y otros hacen entre lo maravilloso y lo insólito. Insólito es lo raro, lo extraño, lo desacostumbrado. No es habitual una habitación cerrada, en la que no tenemos escapatoria, desde la que nos mira un azulejado con la maja desnuda, ni está uno acostumbrado a ver navegar barcos en estancias llenas de escaleras y cachivaches, ni siquiera asistir a una reunión de mandatarios que se dan cita en la cutredad de un museo de cera.
Hay mucho, en sus fotografías, de una especie de delirio frenético que nos hace producir, al mismo tiempo y en cualquier lugar de Espaiñ o del worlwaid, animales sobredimensionados entrando en una vivienda, trampantojos en los que parecen coexistir figuras de ayer y de hace tres mil años, muñecos amordazados entre cajas en algún almacén, “eccehomos” en un inopinado pedestal en el campo, estatuas violentas puestas como si tal cosa para consumo turístico, un redondel en el que se va a dar muerte a un animal o una playa de la Isla de Pascua donde las tallas prefieren mirar al horizonte quizás para olvidar que el futuro, “ese futuro” enloquecido de risas felices, sobresaturado de espacios y de imágenes yuxtapuestas, ya hace tiempo que está instalado aquí.
Sorprende un tanto que Jordi Bernadó sea capaz de recogerlo todo sin despeinarse, permítaseme la expresión, de pasar a través de esta colección que va del esperpento al “deusexmachina” como si la cosa no fuese con él, de navegar con tanto desparpajo, sin juicios morales ni considerandos éticos, en los mares de imágenes que llevan, utilizo las palabras de Juan José Lahuerta, de lo kitsch a lo schön, y tiro porque me toca, aunque el sólo uso de estas palabras ya sugiere nuestra poca inocencia al respecto.
Conviene recordar otra vez a Carpentier: Ni es bello ni es feo, es más que nada asombroso por lo insólito. Todo lo insólito… es maravilloso”.