6 diciembre 2019
El texto que sigue no es más que un conjunto de reflexiones, nada nuevas[1], a las que me entrego habitualmente, con especial intensidad cuando voy con mi cámara en busca de fotografías. Como se ha señalado ya, las fotografías que has hecho determinan las que vas a hacer. Se puede decir algo parecido de las que ya has visto, aunque no las hayas realizado tú. La actividad del fotógrafo constituye, así, un continuo de reflexiones e imágenes. Se trata de una especie de soliloquio verbal y visual, un soliloquio que retrocede mucho en el tiempo y que se proyecta hacia adelante sin más límites que los propios.
Es posible que un día pueda uno llegar a alguna suerte de punto final, aunque, sinceramente, no lo creo. No hablo de cuestiones vitales, sino de un itinerario mental que pudiera –aunque, como digo, no lo creo– llegar a término más o menos abruptamente. No es probable ni deseable. El camino del arte no tiene una estación fin de trayecto. Se apea uno donde quiere, o donde puede, es un tren que está siempre en marcha.
Pero el tiempo pasa, y así sus obras. Las esculturas griegas no se concibieron como arte en su momento. Lo que hoy llamamos arte es fruto de una negociación del género humano consigo mismo, podríamos decir “interna”. “El arte no es una cualidad identificable de los objetos, sino una categoría construida por la sociedad”.[2] Algo cambiante, por lo tanto, donde no deben caber verdades absolutas ni aspectos indiscutibles, que no dejan de ser más que cuestiones sobrevenidas y sobrepasadas con el sucederse de las generaciones.
“En los mejores días del arte no existieron críticos de arte”, escribió Oscar Wilde a propósito de la Grecia clásica. Con críticos, filósofos y analistas del arte, o sin ellos, no puedo concebir al artista, al fotógrafo, desestimando todas esas meditaciones, de naturaleza introspectiva, que son el verdadero alimento en su trayecto. No tengo duda. Lo prefiero claramente como alguien que se equivoca y falla, que se empecina y se contradice, como alguien que se aventura en el barro de lo incierto y lo especulativo. Y que resiste.
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A mediados de los años setenta, cuando no hacía mucho tiempo que yo había comenzado a plantearme esto de la fotografía con alguna seriedad, era muy frecuente oír a otros fotógrafos decir cosas del tipo “yo no soy un artista, soy un fotógrafo”, afirmación que recuerdo haber escuchado en todas sus variantes posibles, no sé si como consecuencia de un orgullo malentendido o de un nivel considerable de despecho. Y aunque no tengo pruebas -algunas evidencias se pierden con el paso de los años-, puedo escucharme a mi mismo, ahora con rubor, afirmando cosas parecidas.
Una afirmación tal corresponde a fotógrafos herederos de una tradición que se remonta más lejos de lo que parece, al menos hasta aquel “dejemos el arte para los artistas… hagamos fotografía”.[3] Los fotógrafos hemos renegado de nuestra condición de artistas muchas más veces que San Pedro. Eso sí, con la boca pequeña y una notable falta de sinceridad.
Quizás también hay algo de no querer encarar noblemente una realidad tozuda cuando ahora, casi medio siglo después, es bastante habitual oír a numerosos artistas que utilizan la fotografía frases del tipo “yo no soy un fotógrafo (soy un artista)”, del mismo modo en este caso con toda suerte de variaciones y, si se quiere, hasta de regates que suenan un tanto vergonzantes.
¿Qué ha ocurrido, en tal espacio de tiempo, para que se haya producido esa extraña inversión de la situación? El tiempo pasa, decía antes, como pasa la vida, y en ese pasar hay algo nuevo y hay algo que se repite. Es como si, finalmente, el itinerario avanzara en sentido contrario al previsto llevándonos a algún lugar que después de todo nos resulta familiar. Poniéndonos un poco pedantes, podríamos hablar de una especie de “déja vu”, de una situación inversa, pero a la vez similar.
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Lo que ha estado en juego durante este tiempo requiere complejos análisis que no estoy en condiciones de hacer. Por otra parte, cualquier simplificación tiene excesivos riesgos. Aun así, intentando mirar las cosas con alguna perspectiva, se diría que lo que se ha dirimido en ese período ha sido justamente la autonomía del medio fotográfico, cito a Dominique Baqué.[4] Puedo oír ya las voces que disienten, y es lógico que lo hagan, yo también disentiría. Puedo compartir que hoy se juzgue como una anomalía la pervivencia anacrónica de esa autonomía. De la misma manera que puedo entender la defensa de un estatuto propio rebelde a cualquier clase de uniformización.
Mi problema, que obviamente no es solo mío, es tratar de comprender una cosa y la contraria. Esa posición híbrida me sitúa en un territorio bastante resbaladizo, pero desde el que se tienen unas buenas vistas. Como he apuntado, la situación actual de la fotografía viene de muy lejos. En general, son muchos quienes retroceden hasta los años sesenta del siglo pasado para situar el inicio del cambio de paradigma fotográfico. Repasemos. El bautismo del término conceptual es de 1961 y sus primeras manifestaciones notables datan de finales de esa década. El Land-Art ya existía en 1968, y lo mismo se puede decir del Body-Art. Por otro lado, trabajos como los de Edward Ruscha (“26 estaciones de gasolina”, 1963 o “Algunos apartamentos de Los Ángeles”, 1965), de Dan Graham (“Homes for America”, 1967) o de Robert Smithson (The Monuments of Passaic, 1967) son de aquella década. Trabajos, por cierto, absolutamente ignorados, cuando no despreciados, en amplios sectores de lo que llamaré, piadosamente, fotografía tradicional, término que se utiliza, entre otros como clásica o creativa, en referencia a una fotografía anterior a los sesenta –aunque no solo–. Hay quien habla incluso en la actualidad, no sin ironía, de una “fotografía fotográfica” para referirse a la que cultiva y exalta sus tradicionales virtudes.[5]
En esa década crucial de los sesenta está el germen de muchas de las cosas que hoy siguen siendo muy actuales. Tómese como ejemplo a estos efectos la pluri-disciplinariedad de bastantes artistas, que no encuentran, ya en esos años, dificultades para pasar de un medio a otro.[6] Se pueden ubicar también entonces otros usos de la fotografía que cuestionan o rebasan sus previsibles funciones disociándola del hecho que le dio origen. Igualmente, es entonces cuando la fotografía empieza a consolidarse como mercancía para el mercado del arte, inicialmente acompañando a otros materiales (arte conceptual) y más tarde, tras un esfuerzo de acomodación a las reglas de lo mercantil, independizada.
Durante los veinte años siguientes, el uso que se hará del material fotográfico desde los sectores vanguardistas implicará un notable grado de rechazo de la oficialidad estética de la fotografía, aunque con algunos matices. Las copias que circularán por el incipiente mundo-mercado del arte presumirán de su escasa calidad técnica como muestra de autenticidad y, al mismo tiempo, de contestación a una estética propia que el medio cultivaba desde la “fotografía directa” (Alfred Stieglitz, Paul Strand y compañía). Será más tarde, en los años ochenta, cuando tal planteamiento de rechazo/autenticidad experimentará alteraciones sustanciales a la vez que un desarrollo económico sin precedentes, con el florecimiento de la denominada “Escuela de Düsseldorf” (Bernd/Hilla Becher, Candida Höffer, Axel Hütte,Thomas Ruff, Thomas Struth, Andreas Gursky, etc.)[7] y de lo que se suele llamar “Grupo de Vancouver” (Jeff Wall, Ian Wallace, Roy Arden, etc.)
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Pero no corramos tanto. Hay un par de cosas que me parecen claras en este punto. Una es que todo necesita su tiempo. Esos papeles que eran –que todavía son– las copias fotográficas y que circulaban por galerías y circuitos artísticos como material transitorio, acompañando conceptos e ideas –es decir, “no objetos” imposibles de vender– necesitaban otra vuelta de tuerca, necesitaban pasar el Rubicón de su precariedad y, sobre todo, de su carácter accesorio.
Es obvio que para entender bien el devenir de la historia hay que escrutar y analizar aquellos hechos que significan una ruptura con el orden anterior, o al menos un cambio de rumbo determinante. Pero para entenderla todavía mejor conviene revisar lo que ocurre unos cuantos años antes. Cuando, en los años sesenta, apuntan en la fotografía posiciones rupturistas como las que hemos comentado, el día a día del mundo fotográfico va por otro lado. Son años en los que dominan modelos que se basan en lo documental y foto-periodístico, bien americanos (Robert Frank, Lee Friedlander, Garry Winogrand), o bien europeos, especialmente franceses (Henri Cartier-Bresson, Édouard Boubat, Robert Doisneau), aquellos inclinados en apariencia hacia un ensanchamiento de los límites de la fotografía, estos apuntando en una dirección que hemos dado en llamar “humanista”, como si el humanismo lo pudiera patrimonializar en exclusiva un tipo u otro de fotografía.
Expresé más arriba los riesgos de todo reduccionismo, y quiero volver a hacerlo aquí, sin duda consciente de que estoy reduciendo. Campaba triunfante igualmente, rebasada la mitad del pasado siglo, la llamada “fotografía realista”, fundamentalmente americana, la que va desde la “Straight Photography” hasta el límite final del realismo mágico. En la escala del realismo, que siempre necesita otro adjetivo, podríamos ascender siguiendo un determinado orden del mismo hacia su propia disolución: estético, simbólico, poético, mágico, fantástico…, orden que por otro lado ya había llegado a su fin en los años de entreguerras con su propia negación, es decir, con el surrealismo. Y hay un punto de nuestra particular historia que, en la aparente detención de un estado de cosas en algún lugar intermedio de esa escala, rebasado el ecuador del siglo XX, sugiere la pregunta de si estábamos subiendo o bajando.
Ese realismo cubre un período bastante largo que va, en términos conceptuales, desde el respeto al medio y la incorporación a lo fotográfico de los valores “eternos” del arte hasta el cuestionamiento de ese mismo medio y, sobre todo, de su traída y llevada pureza. Cincuenta años, grosso modo, sin entrar en detalles.
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Todo pasa, todo se termina. En efecto, el modelo modernista de la fotografía se apoyaba en esa pureza del medio. Desde Edward Weston, Ansel Adams, Imogen Cunningham (y los demás miembros del grupo f64) y los continuadores de ese modelo (Wynn Bullock, Minor White, Paul Caponigro, y hasta Nicholas Nixon, Sally Mann, John Sexton y otros fotógrafos actuales), han estado ahormadas y consolidadas una especie de normas que consiguieron imponerse como incontestables en términos de “calidad” fotográfica, algo así como un patrón de excelencia universalmente aceptado.
Alguien bastante alejado de estas cuestiones que, por otra parte, implican una aproximación muy técnica al concepto de calidad, John Berger, escribiría que “la fotografía es una extraña invención, porque sus materias primas son la luz y el tiempo”[8]. Se diría que esta observación de lo que parece evidente, no hace sino refrendar la ley de la pureza de Clement Greenberg: cada medio debe cultivar su propia especificidad.
Y en ese marco general, precisión, definición y detalle, profundidad de la imagen, gradación tonal (puesto que, naturalmente, hablamos de blanco y negro) y registro completo de la escala lumínica serían otras tantas características para el desarrollo del ideal de belleza fotográfica, que tanto cultivaría lo propio como seguiría el modelo de otras artes. Me he referido en ocasiones a todo este canon como el de “la belleza de las sombras”, un título que aspira a englobar diversos aspectos sobre lo que “debería” ser una “buena” fotografía.
La sombra, por tanto, quedaría afirmada así como la sustancia de la imagen, su materia. En el papel de una copia fotográfica la luz máxima es la nada, no más que el blanco vacío de ese papel. La belleza está en otra parte. “El cuerpo de la fotografía es la sombra”, escribe Jean-Claude Lemagny, defensor de una fotografía “creativa” más bien tradicional, con vocación regeneradora del arte, nada menos, quien recalca que, en última instancia “una fotografía está constituida por los valores táctiles de las sombras”. Esa luz a la que se refiere John Berger no es finalmente más que el elemento modulador de las sombras, la materia prima sin la que no habría nada, pero inútil por sí misma.
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El otro ingrediente de lo específico en la fotografía es el tiempo. También he escrito sobre lo que representa la temporalidad con otro título, igualmente pretencioso, “la belleza del instante”. Dicho de otro modo, hablamos de la capacidad casi exclusiva de la fotografía para capturar con inmediatez fragmentos del fluir continuo del tiempo, y para convertirlos en su negación, o sea, en instantes detenidos.
Porque también en esto el límite, podríamos hablar de virtud o de maleficio de la fotografía, es precisamente su incapacidad para el tiempo/movimiento, que solo consigue anular, condenar a una eternidad inerte. Se ha considerado que la cámara es el vehículo adecuado para la captura de la vida, aunque, paradójicamente, la inmovilidad del instante fotográfico más opera como una forma de muerte.
En el orden práctico, esta naturaleza temporal de la fotografía encontrará un campo lógico de desarrollo en el documentalismo a menudo ligado al fotoperiodismo y los medios de comunicación, y evolucionará hacia un modelo estético más o menos específico, incorporando, eso sí, no pocos aspectos del ideario de lo que he llamado belleza de las sombras. Pasamos por alto con frecuencia que la fotografía no está hecha para capturar el tiempo, sino para detenerlo, que no está facultada para el movimiento, sino, acaso, para negarlo. Con todo, esta relación con lo temporal constituye evidentemente uno de sus fundamentos.
De tal modo que las dos materias primas esenciales, luz y tiempo, pueden ser leídas mejor a través de sus imposibilidades, de sus flagrantes negaciones, a través de la sombra (ausencia de luz) o del instante detenido (ausencia de tiempo).
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Podemos ahora regresar a lo dicho más arriba. Las copias, realizadas por artistas-fotógrafos, que circulaban entre los años sesenta y ochenta, y que lo hacían como material accesorio, complementario o sustitutivo, con voluntad expresa de “falta de calidad”, son asimismo la expresión de una etapa dubitativa en la historia de la fotografía. Como he indicado, implican un cuestionamiento de la naturaleza de lo fotográfico tanto como un rechazo de la estética dominante en el medio en esos años.
Contempladas las cosas desde hoy, ese tiempo de duda parece largo, pero es cierto que fue surtiendo efectos paulatinamente. De alguna manera, el carácter accesorio y de documento sin personalidad propia, característico de la fotografía que acompañará la experiencia conceptual, representa una pérdida de las esencias fotográficas que podríamos comparar a la despictorialización de la pintura que esta va a sufrir desde Andy Warhol y el arte pop.
La verdadera transformación, como he indicado, se producirá a partir de los años ochenta, cuando numerosos artistas comiencen a utilizar la fotografía sin reconocimiento de deudas ni prestar mayor atención a lo que esta pudiera haber sido en el pasado, haciendo caso omiso de la historia del medio fotográfico, de la tradicional consideración de su naturaleza y de la relación que ese medio había mantenido con el arte. Ya ni siquiera la decadencia del objeto que deseaba el arte conceptual sería suficiente. “Busco más ocasiones para la interpretación que objetos para el consumo”, declararía Victor Burgin.[9] La capacidad mimética de la fotografía sería usada de otra forma. Mientras los fotógrafos-artistas seguían cultivando y depurando en sus trabajos la estética y los poderes propios del medio que manejaban, los artistas-fotógrafos iban a emplear la fotografía como el recurso más adecuado para reflexionar sobre otros asuntos. No se trata de representar la realidad, venían a decir, sino de escrutarla, diseccionarla y problematizarla.
La asociación entre fotografía y arte que se produjo en los años ochenta supuso un profundo cambio en la relación entre las dos cosas. Bajo la falsa apariencia de una ampliación mayor de la imagen, lo que Jean-François Chevrier denominó “forma-cuadro”, se camuflaba en realidad la llegada a la pintura de la materia fotográfica. Sin duda es la razón por la que otros estudiosos han propuesto el nombre de “cuadro-fotográfico” como más pertinente.10] El cultivo de lo propio no tiene cabida en el trayecto del postmodernismo. Al revés, desembarazarse de las servidumbres del ejercicio de lo específico pasa a ser uno de los principales mandamientos para el artista. La fotografía, tantas veces menospreciada por el arte, se convierte ahora en protagonista estelar. Pero no nos confundamos. No se trata de que la fotografía haya alcanzado el olimpo del arte, sino de que este la ha convertido en materia procesual. No es algo que venga del mundo de la fotografía, sino del mundo del arte. Todo lo inherente a la fotografía, a su relación con la realidad, lo visual, el tiempo, a sus características principales, en fin, será utilizado como material alternativo o sustitutivo de la pintura. Sin concesiones. Yo no soy un fotógrafo, soy un artista.
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El estudio de las causas por las que se ha producido ese cambio de identidad fotógrafo-artista / artista-fotógrafo es muy complejo. Evidentemente no es un proceso lineal. Como si se tratara de un capítulo más en la evolución de las especies, hay saltos, avances y retrocesos, lagunas y eslabones perdidos. Por otro lado, puesto que hablamos de arte, la sola consideración de tal evolución como un proceso ascendente y de signo positivo es improcedente. Remito al lector nuevamente a las palabras de Victor Burgin que recogía al comienzo de este texto. Como constructo social que es, el arte se modifica y adecúa constantemente a las obsesiones, las dudas, las creencias, las negaciones y hasta las revoluciones de cada período. Incluso, a veces, las anticipa.
En un texto anterior (“Un abrazo a destiempo”, 2010) indiqué, no obstante, algunas de esas posibles causas. Entre las que podríamos llamar internas, propias del mundo de la fotografía, consignaba cómo lo que he denominado “belleza de las sombras” fue languideciendo hasta llegar a ser insuficiente. Algunas obras anteriormente “sagradas” e intocables pasaron paulatinamente a ser pretenciosas. En especial, el llamado “realismo” fotográfico puso de manifestó sus dificultades para la transformación. “El realismo ya no es suficiente”, había anticipado tempranamente Robert Frank. Los modelos foto-periodísticos y documentales, considerados en un sentido amplio, se han ido acercando a lo que parece un agotamiento, cada vez más extenuadas sus posibilidades de renovación.
Por otra parte, hay muy numerosas razones, que podemos calificar dudosamente como externas, que ayudan a entender el desplazamiento de “lo fotográfico”. Han abundado en las últimas décadas estudios y publicaciones que, en términos generales, han ido desde la exaltación crítica del modelo tradicional (Susan Sontag), pasando por los análisis semiológicos y fenomenológicos (Roland Barthes, Philippe Dubois, Rosalind Krauss) hasta la rebelión contra el modelo fotográfico industrial y de consumo (Vilèm Flusser). Hay un desplazamiento de la fotografía desde el registro objetivo hasta el desvanecimiento de la huella, de la construcción de historias del medio realizadas a medida de intereses concretos a la rotunda afirmación de que, por su especial naturaleza, la fotografía no admite una historia propia en el sentido que damos habitualmente a ese término.
Además, la fotografía se ha ido incorporando al mundo de la docencia progresivamente. De incidencia significativa ha sido su llegada a las facultades universitarias. Es en estas aulas donde más se ha quebrado el tradicional aislamiento de la fotografía, aunque esto último admite matices que nos llevarían muy lejos y que pondrían de relieve notables carencias, porque no “todas las fotografías” han salido de su aislamiento por igual. Por último, tampoco hace falta subrayar la importancia que tiene el hecho de que la fotografía haya tratado de “normalizar” sus relaciones con lo que llamamos “mercado”. Analizar lo que representa este término también escapa a las posibilidades y objetivos de este texto. Baste decir que prefiero creer que, desde la mirada que me interesa más, el mercado actúa como un elemento distorsionador, tanto en el caso de la fotografía como, por supuesto, en el del arte en general. Además, decir mercado y rasgarse el velo del tempo es todo uno. Así que prefiero dejarlo aquí.
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En el tobogán de ida y vuelta que proponen estas reflexiones, parecen claras algunas cuestiones. El hecho es que, a día de hoy y desde hace ya algún tiempo, el mundo de la fotografía parece dividido por una profunda brecha que, desde luego, no ha cicatrizado. De una parte, estarían los fotógrafos (fotógrafos-artistas), que siempre han suspirado por ser reconocidos por el mundo del arte, pero que no tienen ningún empacho en decir que desprecian ese mundo absolutamente. Por otra, estarían numerosos artistas (artistas-fotógrafos) que en las últimas décadas vienen recurriendo a la fotografía con bastante habitualidad, pero que hacen ostentación de no saber lo más mínimo sobre ella más allá de los simples recursos técnicos que les son indispensables.
Quizás son pertinentes algunas consideraciones finales, dejando de lado que en ambos mundos cabe bastante estulticia. De ninguna de tales conclusiones se puede deducir, me temo, qué pasará en el futuro. Puede que haya una naturaleza pendular en el mundo del arte, en general, y de la fotografía en particular. Pero cuando el péndulo vuelve no lo hace nunca como habíamos calculado. Es un péndulo irregular que en sus viajes de ida y vuelta sufre envites imprevistos que alteran el curso de su movimiento: la evolución tecnológica, la masiva virtualización y continua pérdida de materia de las imágenes, la crisis, cuando no el abandono, del soporte papel, la velocidad de circulación de las imágenes en Internet y en las redes sociales, la permanente evolución del mundo del arte en su particular deriva, la profusión de las fotografías que igualmente les hace perder grosor, densidad cultural…
En el soliloquio que me acompaña con mi cámara, puedo ser crítico. Creen algunos fotógrafos que las oscuras golondrinas volverán. En el otro lado, no son pocos los artistas que piensan que la fotografía, tal y como la hemos considerado, es una página cerrada, más bien desdeñable. Quizás las golondrinas volverán, pero ¿qué habrá sido de sus bellas sombras? Tal vez el pasado argéntico de la fotografía carezca de interés para algunos artistas pero, ¿y si tuviéramos necesidad en el futuro de un nuevo contacto “real” entre las cosas y sus imágenes?
Pero también me puedo proponer a mí mismo una interpretación más positiva. Todas esas características nuevas que he mencionado –inmediatez, profusión, virtualidad, volatilidad, banalidad, velocidad– hacen que se resquebraje el concepto monolítico de cultura fotográfica que se ha venido manejando en el pasado. Nuevas brechas podrían abrir el campo a otras aproximaciones a lo fotográfico, en definitiva, ¿por qué no?, a “culturas fotográficas” distintas. Eso, en sí mismo, ¿no parece algo deseable?
[1] Alguno de las notas que siguen han sido extraído de una conferencia que di en el Pabellón de Mixtos de la Ciudadela de Pamplona en el año 2010, publicada en mi página web.
[2] Victor Burgin.
[3] Albert Renger-Patzsch, “Ziele”, 1927.
[4] Dominique Baqué, “La fotografía plástica”, Gustavo Gili, 2003.
[5] Joan Fontcuberta, “La furia de las imágenes”, Galaxia Gutenberg, 2016.
[6] André Rouillé, “La fotografía entre documento y arte contemporáneo”, Ed. Herder, 2017, citando a Bruce Nauman (pág. 421)
[7] Aunque el matrimonio de Bernd y Hilla Becher ya era conocido en los sesenta, es a partir de la creación de la cátedra de fotografía en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf cuando se puede empezar a hablar propiamente de “Escuela”.
[8] John Berger, “Para entender la fotografía”, Gustavo Gili, 2015.
[9] Victor Burgin, citado por David Campany (Aperture, 2013).
Artículo publicado en la revista «Contraluz», núm. 42, julio 2019