16 octubre 2020
Mayo
El avión aterrizó en el aeropuerto Ferenc Liszt, de Budapest, a las 22:30 h. La primera sensación al salir al exterior fue de frescor y de humedad a la vez. En mayo, nos dijo el conductor del coche que nos llevaba a la ciudad, en Budapest llueve a menudo. Pensé que eso no era mala noticia para un fotógrafo. Los suelos cobran vida con la lluvia.
Nuestro alojamiento estaba en Horváth Mihály, en el barrio de José, esto es, en Józsefváros. La reputación de este barrio fue dudosa hace años, pero los tiempos han cambiado. Ahora es una zona en remodelación que marca tendencia. Va quedando atrás la poco complaciente opinión de Imre Kertész, otrora vecino de estos pagos, que leí en uno de sus libros. El coche accedió por un lateral de Ferencváros (el barrio de Francisco). En las afueras, no muy pobladas, había abiertas algunas conocidas hamburgueserías. Tenían éxito, acrecentado por el silencio de las calles a su alrededor. Recordé que detrás de estos establecimientos estuvo el deseo de afirmar la pertenencia a Occidente y sus hábitos, frecuentemente norteamericanos. Buscábamos, a deshoras, un sitio para cenar algo. Por fuerza tuvo que ser en una de estas hamburgueserías.
Los días siguientes, frescos y húmedos también, aunque a ratos calurosos, fueron una verdadera inmersión en la ciudad. De ese primer viaje recuerdo mi preferencia por Pest. Algo en sus paredes ajadas y oscuras me resultaba atractivo. Eran como páginas en las que el tiempo había escrito, seguía escribiendo, su historia cruda. También recuerdo vivamente la cantidad de estatuas que salpican la ciudad. Las hay buenas, regulares y malas, algunas de estas últimas, que proliferan, verdaderamente horteras. Me gustó el hecho de que, junto a las de los inevitables e ilustres próceres, abundan también las dedicadas a escritores-poetas: Petofi, Attila, Radnoty, etc.
Pude comprobar que incluso en las noches de lluvia y bruma urbana, una juventud festiva celebraba ruidosamente, en las viejas calles de Pest, su alegría de vivir, y me pareció reconocer en lo festivo, observado a cierta distancia, el modelo latino, si bien de cerca resultaba más sosegado y menos gritón. Concentré mi actividad fotográfica en lo que llaman el primer anillo, a ambos lados del Danubio que, tras el deshielo, bajaba espectacular, impetuoso. En la noche lluviosa del 26 de mayo, ese ímpetu se llevó por delante una embarcación con turistas coreanos. Un aviso de la seriedad de un río siempre majestuoso, imponente. Mis fotografías de este primer viaje fueron algo así como anotaciones de los lugares a los que era preciso volver para mirarlos de otra manera, bajo otros cielos.
Septiembre
En los primeros días de septiembre el calor más intenso del verano ya había pasado. En el Parque de Városliget las hojas sobre el suelo adelantaban tempranamente un aspecto otoñal. El Danubio parecía adormecido y hasta un poco melancólico, pero en cualquiera de los puentes de la ciudad se sentía el frescor del agua. Fui modulando mi idea inicial de trazar recorridos por los enclaves culturales de Budapest ante la densidad de los mismos en una ciudad en la que cada edificio, cada esquina tiene tanto que contar. La arquitectura del centro, a pesar del deterioro de muchas de las construcciones, rezuma un pasado distinguido. A veces uno tiene la sensación de que determinadas restauraciones más quitan que ponen en términos de autenticidad, como si los desconchones, los óxidos, incluso la misma suciedad certificasen algo más que el simple paso del tiempo.
Hay restauraciones que inciden en un pasado suntuoso, como el Palacio Gresham o los Cafés París y New York. En otras ocasiones se intenta únicamente preservar el sabor más o menos original (Palacio Vigadó), eludiendo actualizaciones más agresivas, o simplemente se atiende a la función pragmática de la construcción, como es el caso de los puentes destruidos tras el sitio de Budapest en la II Guerra Mundial. Ni qué decir tiene que en el centro actual proliferan construcciones y establecimientos que confieren a la ciudad un aspecto comercial y cosmopolita que la asimila demasiado a cualquier otra capital europea. Cuesta cada vez más encontrar establecimientos que hayan conservado su sabor al margen de un mercado sofocantemente uniforme, lleno de escaparates con marcas que todos conocemos.
En realidad, como es sabido, Budapest resulta de la suma de dos ciudades, aunque se suele pasar por alto que realmente fueron tres: Öbuda, Buda y Pest. En 1873, cuando se produjo la fusión, Pest sumaba más habitantes que las otras dos. En la atormentada historia de la capital húngara han quedado fijadas fisonomías distintas para cada una de esas ciudades anteriores. Hoy se puede seguir fotográficamente esa historia a través de las raíces romanas de la vieja Aquincum, al norte, del pasado esplendor del imperio austrohúngaro en torno al Castillo de Buda o del bullicio en las calles de Pest, desde sus centros comerciales hasta sus “ruin-pubs”, y donde todavía algunas fachadas muestran huellas de los disparos de la revolución de 1956.
Al compás de esos anclajes históricos, no cuesta mucho imaginar que uno está en ciudades diferentes cuando pasea por la apacible Isla Margarita, en medio del río, cuando revisa las estatuas de la época comunista en Memento Park o cuando recorre el barrio judío de Pest, que alguien llegó a bautizar como la “Meca judía”, antes de la tragedia de la II Guerra Mundial.
Enero
El tercer viaje lo realicé en enero. La perspectiva de visitar de nuevo la ciudad en invierno me resultaba muy estimulante. Me imaginaba, y pude comprobar que bastante ajustadamente, que Budapest y el frío tienen algo de inseparables. Aunque actualmente la capital húngara recibe turistas en cualquier estación del año, lo cierto es que el invierno es algo así como un repliegue de la ciudad sobre sí misma. Es posible entonces mirarla hacia adentro, con más intensidad.
Se instalan en el núcleo urbano diversas y solicitadas pistas de patinaje sobre hielo. Las hay espectaculares, como al lado de la Plaza de los Héroes, junto al castillo de Vajdahunyad, o más modestas, como en Józsefváros. En los barrios de Pest, en sus patios y traseras de viejos y oscuros ladrillos, bajo un cielo blanquecino que en invierno parece más cercano, el frío puede ser muy intenso. Se extiende desde el Danubio una niebla densa de la que se desprenden gotitas sólidas, heladas, que terminan por dejar una capa blanca sobre las calles. Caminar por esas calles, solitarias cuando uno se aleja del centro, es tanto como aceptar el relato de las muchas cosas que puede contar su silencio frío.
Es un buen momento para visitar los numerosos museos que Budapest ofrece a sus habitantes y a sus visitantes. Solemnes y arraigados algunos de ellos, como el Museo Nacional Húngaro; todavía constituyendo su colección otros, como el Ludwig Museum of Contemporary Art, al sur de la ciudad. Pequeños, como el delicioso dedicado a Victor Vasarely, en Öbuda, o imponentes, como el modernista Museo de Artes Aplicadas, con sus cúpulas de cerámicas Zsolnay. Son solo unos pocos ejemplos de la diversidad de posibilidades que ofrecen. Será indispensable igualmente visitar la Ópera, y si es posible, la Academia Húngara de Ciencias. Y, desde luego, para concluir este brevísimo repaso, el invierno es la mejor de las estaciones para acercarse a cualquiera de los numerosos baños de aguas termales (Géllert, Szécheny, Ruda), unas aguas en las que se han bañado desde hace más de dos mil años los celtas y los romanos, los otomanos y los propios magiares.
En lo que a mi labor fotográfica se refiere, ya en el primer viaje decidí trabajar en blanco y negro. Quise aceptar ese convencionalismo que parece atribuir a las fotografías en blanco y negro un aspecto de intemporalidad, el aire detenido, los escenarios posando para la cámara. Después de hacer cada toma miraba de nuevo al lugar, consciente de que había cosas que la fotografía era incapaz de retener. Cosas que no caben en una imagen y que vienen de lejos. Lugares, por eso. Como fotógrafo, puedo decir que he disfrutado pocas veces tanto como lo he hecho en Budapest. La ciudad lo tiene todo. Es mi deseo regresar lo antes que pueda, volver a caminar con mi cámara y mi trípode por rincones que sé que me seguirán esperando.
PHOTOGRAPHS OF BUDAPEST
May
The plane touched down in Ferenc Liszt airport, Budapest, at 10.30 p.m. When I walked out of the building, the first feeling was one of coolness and humidity at the same time. The driver of the car that took us into the city told us that Budapest in May is often rainy. I thought how that was no bad thing for a photographer. The pavements come to life under the rain.
Our accommodation was in Horváth Mihály, in the Joseph district – that is to say, in Józsefváros. This district had a questionable reputation a few years back, but times have changed. Now it’s being revamped into a trendy spot. The unflattering opinion that I read in a book by Imre Kertész, one-time resident of this neck of the woods, has been consigned to the past. The car went down a slip road into Ferencváros (the Francis district). On the outskirts, which were sparsely populated, a few well-known hamburger joints were open. They were popular, thanks in part to the silence of the surrounding streets. I recalled how these bars reflected a desire to belong to the West and its customs, frequently North-American. We were looking, at an ungodly hour, for a place to eat. Inevitably it would have to be one of these burger joints.
Over the next few days, also cool and humid, although at times warm, I completely immersed myself in the city. When I think back on that first trip, I remember my preference for Pest. There was some- thing about its dark and shabby walls that I found appealing. They were like pages on which time had written, and continued to write, its harsh story. I also vividly recall the vast number of statues dotted around the city. Some good, some so-so and some bad, the last category containing many that were truly tacky. I liked the fact that, as well as the inevitable and illustrious heroes, there were also plenty dedicated to writers and poets like Petofi, Attila and Radnoty.
I saw that even on those nights full of urban fog and rain, lively groups of young people loudly celebrated their lust for life on the old streets of Pest, and in their revelling, observed at some distance, I thought I recognised the Latin model, although close up it proved to be calmer and less rowdy. I focused my photographic work on what they call the first ring, on both sides of the Danube which, having thawed, flowed spectacularly, impetuously. On the rainy night of 26 May, this impetus washed away a boat full of Korean tourists. A warning of the seriousness of a river that is always majestic, always imposing. My photographs from this first trip were by way of notes of the places that I needed to go back to, to look at again with fresh eyes, under different skies.
September
During the first few days of September the strongest of the summer heat had already eased. In Városliget Park, the leaves on the ground ushered in an early autumnal look. The Danube appeared somnolent and even a little melancholic, although on any of the city’s bridges you could feel the coolness of the water. I began to adjust my initial idea of mapping out routes though Budapest’s cultural spots, given the high density of these in a city where each building and each corner has a story to tell. Despite the dilapidated state of many of the buildings, the architecture in the centre exudes a distinguished past. Sometimes you get the feeling that some of the restoration work has taken away more than it has added in terms of authenticity, as if the chips, the rust, and even the dirt bear witness to something more than the simple march of time.
Some of the restoration efforts have preserved a sumptuous past, like the work on Gresham Palace and the Paris and New York cafés. In other cases, they only attempt to preserve a more or less original feel (Vigadó Palace), avoiding more aggressive modernisations, or simply attend to the pragmatic functions of the building, as is the case of the bridges destroyed after the Siege of Budapest in the Second World War. Needless to say, the current city centre is teeming with buildings and establishments that give it a commercial, cosmopolitan look that too closely resembles any other European capital. It’s becoming more and more difficult to find establishments that have held onto their original flavour against a market that is suffocatingly uniform, full of store windows with brands we all know.
As is well known, Budapest is in fact the sum of two cities, although it is mostly overlooked that there were actually three: Öbuda, Buda and Pest. In 1873, when they were joined together, Pest had more inhabitants than the other two. The tumultuous history of the Hungarian capital has impressed distinct features on each of these former cities. Today, this history can be traced photographically through the Roman roots of the old Aquincum to the north, the erstwhile splendour of the Austro-Hungarian Empire around Buda Castle, and the hustle and bustle of the streets of Pest, from its shopping malls to its ruin bars, where some façades still bear bullet marks from the revolution of 1956.
Following these historical traces, it isn’t too hard to imagine that you’re in different cities when you walk through the peaceful Margaret Island in the middle of the river, when you take in the communist era statues in Memento Park, or when you walk through Pest’s Jewish Quarter, which someone once dubbed the “Jewish Mecca” before the tragedy of World War Two.
January
I took my third trip in January. I was very excited by the prospect of visiting the city again in winter. I imagined, quite rightly as it turned out, that Budapest and the cold were in some way inseparable. Although nowadays the Hungarian capital receives tourists at any time of year, the truth is that in winter the city seems to withdraw into itself. It is possible then to look inwards on it, with a more intense gaze.
The city centre becomes home to a number of highly popular skating rinks. Some of them are spectacular, like the one next to Heroes’ Square, by Vajdahunyad Castle, and some more unassuming, like in Józsefváros. In the neighbourhoods of Pest, with its back walls and yards of old, dark brick, under an overcast sky that looks closer in winter, the cold can be very intense. Around the Danube spreads a thick cloud of fog from which solid, frozen droplets fall, leaving a white mantle over the streets. Walking along these streets, in solitude when you leave the city centre behind, you can hear the many stories told by their cold silence.
This is a good time to visit the many museums Budapest offers its inhabitants and visitors. Some austere and well-established, like the Hungarian National Museum; some still building their collections, like the Ludwig Museum of Contemporary Art, in the south of the city. Some small, like the delectable museum dedicated to Victor Vasarely, in Öbuda, and some imposing, like the Museum of Applied Arts in its art nouveau building with domes clad in Zsolnay tiles. These are just a few examples of the many possibilities on offer. Another essential stop is the Opera and, if possible, the Hungarian Academy of Sciences. And of course, to conclude this briefest of tours, winter is the best season to visit any of the numerous thermal baths (Géllert, Szécheny, Ruda) where, for more than two thousand years, everyone from the Celts to the Romans, the Ottomans and the Magyars them- selves has bathed.
As regards my photography, back during my first trip I decided to work in black and white. I wanted to accept the conventionalism that seems to attribute a timeless appearance to black and white photographs, an air of stillness, the scenes posing for the camera. After each shot, I looked at the place again, aware that there were things the camera was incapable of capturing. Things that don’t fit into an image and that have deep roots. Places, I mean. As a photographer, I can say that I have rarely enjoyed myself as much as I have in Budapest. This city has it all. I want to go back as soon as I can, to walk again with my camera and my tripod through all those spots that I know will still be waiting for me.
Texto para el libro «Kozmo – Budapest», en preparación.