17 agosto 2015
Hubiese querido que el argumento central de estas líneas sobre Josef Koudelka pasase por alto sus ya tantas veces comentados inicios como fotógrafo de teatro. No sólo no he podido sino que, buscando informaciones complementarias, todos los datos volvían a apuntar tozudamente en esa dirección. Me parece más honesto subrayarla de nuevo que intentar originalidades dudosas.
En los teatros de Praga, en los tempranos años sesenta, Koudelka fotografiaba repetidamente, durante los ensayos, escenas cuyo guión es evidente que conocía. Ya entonces era consciente, según sus palabras, de que debía ser capaz de obtener “lo máximo” de la escena que fotografiaba, algo que ya se puede apreciar en imágenes incluso anteriores. Las repeticiones le permitían intentarlo una y otra vez, pero sin perder nunca de vista que la sorpresa podía surgir en cualquier momento y que la rutina suele convertirse en el peor enemigo del fotógrafo. Mucho después, a comienzos de los ochenta, después de más de veinte años de fotografiar a los gitanos por toda Europa, en uno de los no muy frecuentes comentarios que se ha permitido sobre su trabajo, Koudelka afirmaba que su modo de hacer no era sino un desarrollo de su fotografía en los teatros de Praga: “Me interesa lo máximo de una situación dada, y lo máximo que yo puedo producir a partir de ella. Una parte importante de mi trabajo con los gitanos se centra en reuniones, festividades y acontecimientos similares que se repiten año tras año. Conozco la historia, conozco a los actores, conozco el escenario”.
Koudelka no intenta engañar a nadie. Hay una cierta “previsibilidad”, no solo en su fotografía, sino en gran parte de lo que suele llamarse fotografía documental. Frecuentemente se nos quiere vender, bajo el epígrafe de genialidad del fotógrafo, lo que no es más que una situación calculada según un guión y una geometría bastante pronosticables. Koudelka no deja lugar a dudas: “Conozco esencialmente lo que va a ocurrir”. Y precisamente por eso, dando un paso más, es también capaz de intuir lo casual, lo accidental, lo no previsible, lo que, en un momento dado, puede transformar el accidente y convertirlo en historia. El descontrol puede afectar a la situación, al actor o, quién sabe, al mismo fotógrafo, que debe mantenerse “abierto”, en permanente estado de atención.
Así de fácil. Pero, ya puestos, ironicemos un poco más. ¿Que para seguir a un pueblo nómada hace falta convertirse también en un nómada, desarraigarse o arraigar cada noche bajo un cielo distinto? ¿Que se debe aceptar, cuando la empresa fotográfica es radicalmente solitaria, que no hay más influencia ni aprendizaje que uno mismo? ¿Que los miles y miles de imágenes que uno produce en tales circunstancias tendrán un destino tan incierto como la propia vida? Minucias, tonterías.
Koudelka persigue la certeza del instante, reconocer el valor que le viene a ese instante desde lejos, atávico, y que lo impregna todo. El nacimiento, el amor, el sufrimiento, la muerte no son así más que instantes en un escenario que, apenas reconocidos, huyen. Sí, el escenario es imprescindible, pero a la vez es sólo un pretexto. El drama épico que se desarrolla en él tiene que ver con los gitanos, si bien va mucho más lejos (Gitanos, 1975; Exilios, 1988). En el dolor o en la alegría de estas gentes podemos reconocernos, aunque la peripecia de la vida nos sitúe en planos sólo formalmente diferentes. Incluso sus paisajes panorámicos (Caos, 2000), tan distantes en apariencia, ahondan en la misma brecha. No es posible renunciar a considerarlos fotografías del escenario -ahora sin personajes-, pero sin olvidar que también en ellos la obra se sigue representando, que sigue acechando el drama que a todos nos alcanza. En su luz oscura y en sus contrastes dramatizados -constantes en todo su trabajo-, en su soledad, en el vacío de muchos de estos escenarios se puede constatar la potencia de Koudelka, su sentido documental profundamente humano, poético y espiritual, su deseo sincero de rescatar lo mejor, de quedarse con «lo máximo» de una situación o de un lugar.
Trabajos como el de Josef Koudelka siguiendo al pueblo gitano necesitan de muchos años, tal vez de toda una vida. Se ha comparado su labor con la de Edward S. Curtis fotografiando a los indios norteamericanos del pasado siglo. Uno y otro son trabajos que no pueden entenderse sin un alto grado de compromiso. Pero, aunque sorprenda lo que voy a afirmar, se trata de un compromiso que va más allá del vínculo eventual con el pueblo indio o gitano. Entenderlo sólo así sería una forma de reducción, lo que no encajaría nada bien con el deseo subyacente, a lo largo de toda la carrera de Koudelka, de eludir la repetición. “Desde que salí de Checoslovaquia he encaminado todo hacia un único fin: hacer fotografías”, afirmaba hace unos años. Se trata de un compromiso que tiene que ver con la misma esencia de la empresa fotográfica, con su naturaleza, con sus posibilidades y sus limitaciones, con sus verdades y sus contrasentidos, con la necesidad de implicarse en ella derivada del reconocimiento de que constituye la prolongación inseparable de uno mismo, con la radical soledad y el profundo desconocimiento del propio yo a cuestas. «Cuando hago fotografías de paisaje tengo que estar solo», y añade, en otro lugar: «…y no pensar demasiado».
(Este texto se publicó en el suplemento «El Cultural», del diario «El Mundo», el 13 de junio de 2001, con motivo de la exposición «Chaos», que Koudelka llevó a cabo en Madrid. He revisado ahora algunas frases y añadido unas pocas más. También he modificado ligeramente el título).