12 diciembre 2012
Koldo Chamorro (1949-2009) es uno de los creadores más singulares en el panorama de la fotografía española del último cuarto del siglo xx. Desde sus comienzos, representa un punto de confluencia entre las dos vertientes que confieren a la fotografía su particular statu quo, entre “dos vectores orientados en direcciones contrapuestas: la documentación y la subjetividad”[1] o, en palabras de Susan Sontag, entre la doble condición de las imágenes fotográficas como “nubes de fantasía y cápsulas de realidad”.
Lo que afortunadamente queda pendiente de saber, cuarenta años después de haber iniciado su andadura, es qué parte de la imagen ha constituido para Koldo Chamorro la fantasía y cuál la realidad. No se trata de un juego de palabras, sino de la imbricación de una y otra en el armazón que representa una fotografía, de la particular proyección de la personalidad del fotógrafo en la escena y, a la inversa, del modo en que este transforma, acomoda o subvierte los estímulos que recibe del exterior.
Porque la verdadera realidad no se ve. En la especial relación que el fotógrafo urde con las cosas, lo que importa es lo invisible. Koldo Chamorro utilizó en numerosas ocasiones la vieja y conocida sentencia: “Lo visible conforma una cosa. Lo invisible le da su valor”[2]. Lo que se mira y no puede ser visto, está más allá de la forma. Más allá de la forma está el espíritu, más allá de la realidad, el sueño.
Cobran sentido, desde esa perspectiva, las palabras del propio autor a propósito de su obra: “Soñar el silencio, llenarlo y contarlo en voz alta”[3]. La realidad no es más que la materia bruta que va a permitir la fabricación del sueño, no más que un territorio para la fabulación. A la inversa, el sueño es el material con el que construimos nuestra realidad más profunda.
En 1970, cuando Koldo Chamorro pasó por la AFCN, pudo percibir qué lejos quedaban sus planteamientos fotográficos –todavía poco más que un balbuceo– de los que por entonces parecían dominar la vida social de la entidad. Y huyó despavorido. Hizo bien, porque su mundo tenía necesidad de otras anchuras. Flirteó, no mucho después, con los miembros del Grupo Alabern, constituido en 1977 por Manel Esclusa, Joan Fontcuberta, Pere Formiguera y Rafael Navarro, y se convirtió en uno de los madrugadores asiduos de los Encuentros Internacionales de Fotografía de Arlès (Francia), donde pudo asistir a algunos talleres impartidos por ilustres fotógrafos. Su rastro, todavía conformando una personalidad fotográfica, se sigue por diversos lugares. Recuerdo, a comienzos de esa misma década –en aquellas fechas estaba yo enrolado en el mundo del cine–, que me mostraba las imágenes con las que iba a participar en proyectos próximos al grupo AFAL (Almería), entonces uno de los núcleos de actividad fotográfica más importantes de España[4], y lo hacía interrogándome, como siempre fue habitual en él, intentando activar mi complicidad para la detección de realidades ocultas, de metáforas surrealistas y provocadoras.
Son los años en los que se iniciaba un proyecto, jamás escrito ni explicitado, pero sobradamente conocido, que iba a llevar a un pequeño grupo de fotógrafos a recorrer toda la geografía peninsular en busca de imágenes que fuesen a la vez registro de pérdidas y conciencia de identidades, todo ello referido a un país que amenazaba diluirse, y hasta desaparecer, en su propio futuro. El grupo, al que Alejandro Castellote bautizó en su momento como “los cinco jinetes del Apocalipsis”, estaba formado por Cristina García Rodero, Cristóbal Hara, Fernando Herráez y Ramón Zabalza, además, claro está, de Koldo Chamorro, y adquirió conciencia de tal con el paso del tiempo, sin “coordinación inicial alguna”, como él mismo ha señalado[5]. No hubo más razón que “la pura coincidencia en un universo temático” que, eso sí, cada cual consideró desde su particular posición.
Puede intuirse que, conforme pasaba el tiempo, esas particularidades terminarían por trazar el camino de cada uno al margen de los demás. Sin embargo, considerada la aventura desde nuestra perspectiva sorprenden algunas cosas, y no es la menos importante el olvido que parece haber cerrado en falso un capítulo de nuestra historia, al menos en lo que se refiere a la falta de alguna publicación. Dicho de otro modo, todo lo que, con alguno de esos cinco jinetes, parece casi excesivo, se antoja insuficiente con otros.
Desde África.
Sea como fuere, se ha señalado en más de una ocasión que el período de dieciséis años que, en su juventud, vivió Koldo Chamorro en África (Guinea Ecuatorial), ha podido ser determinante en muchos sentidos. Debió iniciarse allí la inclinación del fotógrafo por “los símbolos en general y la simbología religiosa en particular” [1]. Para Clemente Bernad, a Koldo “le arrullaron las lunas atormentadas de Mayang, y todavía rondan en su cabeza los olores africanos y la música de algunas nanas negras”[2].
A Koldo Chamorro le gustaba recordar, desde luego, que él, como el ser humano en general, provenía de África, lugar al que regresaba cuando podía –y, en su imaginario, a menudo–, y era dado a creer que ese hecho, la inmersión en sus orígenes, por una parte, y la interpretación de las claves de la modernidad a la luz de fuerzas telúricas y ancestrales que él manejaba, por otra, imprimía carácter a sus fotografías. No seré yo quien lo niegue. Lo que me parece incuestionable es que todo su trabajo tiene ese doble carácter de búsqueda en las raíces y de manifestación de sentidos, contrasentidos y paradojas al regreso de tales profundidades. No estoy ironizando. Esa secuencia de ida y vuelta determina las peculiaridades de su concepción de la imagen, y puede apreciarse en los sucesivos trabajos que, desde aquellos años setenta y hasta finales de siglo, fue realizando sucesivamente.
En series como Los hijosdalgo de Iturgoyen, una de las más tempranas, o Fuentelencina, ciclo del sol, se adelantan ya muchas de las claves que el fotógrafo va a manejar en los ensayos venideros. Esas imágenes, tan “económicamente compuestas” –utilizo la expresión literal de John Kimmich[3]– dejan entrever lecturas cargadas que van desde lo apasionado a lo inquietante, desde lo que él sabe que ocurre en la escena –que puede ser nada– a la inminencia de lo que va a suceder un instante después, pasando por el significado más profundo del hecho.
La realidad es un territorio por el que se mueve a golpes de presentimientos y agüeros, una realidad que le envía señales que a veces solo él está en condiciones de interpretar y que, una vez procesadas, deja a nuestro albur como aquél a quien ya la cosa no le importa. El Santo Cristo Ibéricoes tal vez, junto con La España Mágica, el trabajo que mejor resume su filosofía fotográfica. Escribe Clemente Bernad que Koldo Chamorro“rebusca en lo aparente para estirarse, como los toreros de arte, hasta donde los duendes lo permitan”[4]. Yo añadiría que, incluso, hasta donde no lo permitan o, mejor aún, hasta el punto en que él mismo quede convertido en duende, transitando eternamente por la imagen. Es el sueño de todo creador, quedar prendido en su propia obra, formar parte esencial de ella.
La presencia de la cruz en toda la serie del Santo Cristo Ibérico nos dirige a una España en la que los signos del pasado impregnan el presente, invalidándolo como un tiempo con cualquier sentido propio y condenándolo a sus herencias atávicas, de las que el fotógrafo parece decirnos que jamás podrá deshacerse. Es una interpretación en la que, cada uno a su manera, coinciden los cinco jinetes, al menos en sus trabajos de los setenta y ochenta, quizás porque ellos mismos están trabados en sus respectivos pasados –orígenes– fotográficos. Sus proyectos nacieron, y ellos lo sabían bien, con un horizonte temporal: la médula de la empresa que pretendían consistía precisamente en un pasado cuya suerte, a pesar de todos los pesares, estaba echada.
En Los sanfermines, un trabajo interminable en estado de permanente revisión, es apreciable la estela de su admirado Ramón Masats, quizás no tanto en la construcción formal de las imágenes cuanto en una indudable dureza, incluso hosquedad de conceptos, próxima a veces a un cierto sentido iconoclasta. No es el único de sus trabajos en el que se aprecian esas características, pero quizás aquí llaman más la atención por cuanto uno diría, craso error, que la fiesta es un territorio más amistoso. Lejos de esa amabilidad, algunas de las fotografías más conocidas –y más antiguas– de esta serie son especialmente duras y corrosivas. Lo que parece una presencia casual del fotógrafo y un tratamiento del tema casi distante, se convierte, en el transcurso de una lectura más reposada, en todo lo contrario: no hay azar sino una complejidad hábilmente controlada y dispuesta; no hay frialdad, sino una separación del tema para penetrar mejor en su interior.
Los sucesivos trabajos de Koldo Chamorro se prolongan en el tiempo, al menos hasta bien entrados los años noventa, en parte por la naturaleza abierta de sus series-ensayos que permiten ediciones y revisiones diferentes. Al lado de las comentadas, otras series como Pubis pro nobis, La violación cósmica, El exquisito cadáver verde y alguna posterior, como Filico, recogida en publicaciones editadas por el Ayuntamiento de Pamplona y la Universidad de Salamanca (2003), son, en mi opinión, de menor entidad. Es verdad, como se ha dicho en alguna ocasión, que las fotografías de Koldo Chamorro deben más a la ficción y a la reflexión, más o menos literarias, que a las artes plásticas, y a su carácter introspectivo que a su conexión con la llamada realidad.
Lo que está fuera de toda duda es que su talento para la fotografía guarda una estrecha relación con su particular posición en el mundo. Como se desprende de su personalidad, su sentido de la luz nace de la profundidad de las sombras, su verdad de sus propios abismos. Un cierto carácter esotérico, de unas y otros, sombras y abismos, sabedor de su valor, lo cultivó con denuedo. Seguramente por eso, para un fotógrafo como Koldo Chamorro la llegada de un mundo digital fue más una amenaza que una promesa. En sus inicios, el trabajo en el cuarto oscuro formaba parte esencial de la serie ineludible de dependencias técnicas que la fotografía representa. En la medida en que los años han ido pasando, muchos fotógrafos han terminado por descubrir que el trabajo en el laboratorio acaba restando demasiadas horas para las labores de campo que siempre suelen ser más gratificantes. Por eso, poco a poco, delegan ese trabajo en especialistas de su confianza. La técnica, ensalzada casi sin límites al comienzo de su andadura, va perdiendo progresivamente una parte de su interés en tanto que devoradora de tiempo. Pero los presupuestos básicos, en manos del propio autor o de otros profesionales, no cambian.
Por el contrario, la llegada de la tecnología digital ha representado una transformación sustancial en las reglas del juego, y no todo el mundo se ha adaptado bien a esa transformación. Recuerdo a Koldo Chamorro, las últimas veces que tuve ocasión de estar con él, cruentamente peleado con las cámaras digitales[5]. Como hemos apuntado, sus fotografías se asentaban, técnicamente hablando, en vigorosos contrastes y profundas zonas oscuras, en las que había inscritas cosas un peldaño antes del negro absoluto. Esa relación con lo profundo, lo misterioso, lo negro, lo cercano a lo invisible, es una constante en toda su carrera. Lo digital venía a significar, en la práctica, algo así como la irrupción desconsiderada de un nuevo intérprete, trastocando intenciones y adulterando contenidos con otras leyes.
Koldo Chamorro ha sido uno de los fotógrafos que mejor ha entendido que la propia obra hay que inventarla, alimentarla y dejarla volar en términos de una relación personal con la imagen, una relación que, por supuesto, significa más cosas que los conceptos que suelen manejarse comúnmente, mucho más simples, y que tienen que ver con cuestiones tales como la originalidad o la perfección, técnica o no. Incluso la idea que él mismo solía manifestar de que la fotografía es contar historias queda convertida, a la luz de esa relación personal, en algo pobre. Contar historias, sí, pero no como el narrador que relata a otros algo de lo que ha sido testigo, sino como alguien intensamente implicado en la estructura visual de un hecho, en la traducción de esa estructura a una imagen, en el llenado de esa imagen con contenidos remotos y profundos que hunden sus raíces muy lejos de la superficie, a veces en territorios-abismos reservados para una minoría. Eso hace que sus fotografías puedan parecer exclusivas y excluyentes. No están al alcance de muchos, ni siquiera de muchos fotógrafos. El fotógrafo, parece querer decirnos, no es un mero espectador, es alguien capaz de sobrevolar una situación, intentando abarcarla para impregnarla de sí mismo y, por lo tanto, la imagen no es un testimonio más o menos bien relatado, es una construcción hacia adentro a partir de una situación dada de importancia relativa, casi un pretexto.
Su desdichada y prematura muerte vuelve a poner, sobre el tapete, cuestiones que afectan también a otros fotógrafos españoles al menos desde los años setenta: el desinterés por su obra, cuando no el menosprecio, de que han hecho gala entidades, organismos y colectivos a los que siempre importó más el nombre rutilante y mediático que el trabajo del creador en el día a día, siempre en lucha a brazo partido con la imagen y consigo mismo. Sigue pendiente una publicación que recoja con garantía y con rigor la importancia cuantitativa y, sobre todo, cualitativa de su trabajo. El volumen de su archivo y, a estos efectos, la dispersión en vida del propio fotógrafo han hecho inviable, de momento, esa publicación, a lo que hay que sumar la dificultad para una selección correcta de materiales que se han producido a lo largo de cuarenta años de actividad, llenos, a la vez, de constantes y de particularidades. Nada, en cualquier caso, que una voluntad decidida de hacerlo no pueda superar.
[1] Alejandro Castellote, Koldo Chamorro, La Fábrica, Madrid, 1998.
[2] Lao Tse, Tao Te King.
[3] Koldo Chamorro, Sueltos de amor y otras carnes, Ed. Mestizo, Murcia, 1995.
[4] José María Artero y Carlos Pérez Siquier, Anuario de la Fotografía Española, Everest, León, 1973.
[5] Koldo Chamorro, PhotoBolsillo-La Fábrica, Madrid, 1998.
[6] Imágenes inquietantes, en Koldo Chamorro, La Fábrica, Madrid, 1998, op. cit.
[7] Clemente Bernad, en Koldo Chamorro, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1989.
[8] John Kimmich en Open Spain – Contemporary Photography in Spain, Museum of Contemporary Photography, Chicago (USA), 1991
[9] Clemente Bernad en Koldo Chamorro, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1989, op. cit.
[10] Los trabajos colectivos Escenarios-Los territorios del teatro (Festival de Teatro Clásico de Olite, 2007) y Entre sombras-Itzal Artean (Fundación Museo Jorge Oteiza, Alzuza, 2008) representaron para Koldo Chamorro, aunque no solo para él, un salto a la tecnología digital. La adaptación del discurso conceptual de cada uno a los nuevos principios técnicos ha sido muy diversa, y va desde quienes han recibido esos principios como el maná que llevaban esperando mucho tiempo, hasta quienes han sufrido en sus carnes heridas bastante dolorosas, quizás también porque ya no las esperaban.