8 febrero 2013
Estas fotografías apenas pueden decir nada. Ponen de manifiesto su propia incapacidad de contar. Como toda fotografía, al fin. Nada deseo menos que insinuar, de alguna forma, que es el autor quien no ha utilizado bien la cámara fotográfica, porque eso sería, simplemente, una necedad. El fotógrafo sabe muy bien de qué está hablando, y aunque las fotografías no consiguen decir, podemos encontrar al autor –o lo que es lo mismo, sus sentimientos, sus emociones, sus frustraciones, sus esperanzas– prendido, aquí y allá, por todas partes, en el centenar de imágenes que constituyen el trabajo.
Esa distancia entre la falta de capacidad de las fotografías para contar algo con propiedad y su vinculación a las emociones de quien es su autor no es algo nuevo. Cuentan que a Minor White un discípulo le estaba mostrando sus imágenes. Como el maestro no dijese nada mientras las miraba, el discípulo no pudo reprimir la pregunta: “¿Cree usted que puedo ser un buen fotógrafo?”. White dejó a un lado el portfolio, y quedó pensativo unos cuantos segundos. Finalmente, preguntó al alumno: “¿Has estado enamorado alguna vez?”. “Sí”, le respondió éste. “Entonces sí puedes”, dijo White.
Se trataría, por tanto, mucho más de la capacidad emocional o sentimental de quien hace las fotografías que de su pericia técnica o de su conocimiento de causa profesional. Me pregunto si esa especie de salida de tono de Minor White no tendría algo que ver con alguna convicción sobre lo poco dotado que está el invento fotográfico para otras causas. Hace mucho tiempo que es un lugar común la afirmación de que el arte no se hace para el entendimiento, por más que ahora la deriva conceptual nos arrastre a todos a las cercanías del intelecto y al descrédito de lo sentimental. Viendo, una y otra vez, las fotografías de Miguel Leache realizadas en viviendas que acaban de ser desahuciadas, no puedo por menos que considerar –es algo que, por otra parte, vengo haciendo obsesivamente– las imposibilidades del medio fotográfico. ¿Por qué queremos siempre que la fotografía nos diga más cosas de las que puede decir? ¿Y por qué, al mismo tiempo, nos empeñamos en negarle facultades ligadas a lo emocional?
Hay un vínculo entre esas dos preguntas. El registro fotográfico de esos escenarios del desahucio sugiere muchas consideraciones de todo tipo, pero una de las más significativas, en mi opinión, es justamente la tensión entre lo racional y lo emocional. Si yo fuese el autor de estas fotografías, diría que es la tensión entre la tragedia que la imagen fotográfica no puede o no sabe contar y lo que siente mi corazón. Creo detectar esa tensión a lo largo de todo este trabajo. Tal y como yo la entiendo, es la tensión que está siempre en la médula de la empresa fotográfica.
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Puede seguirse el curso de esa tensión de muchas formas. Cuando decimos que la fotografía es una mezcla única de documento y arte, quizás nos estamos refiriendo de nuevo a la misma cosa. Los escenarios que nos muestran las fotografías de Miguel Leache son documentos en sí mismos, por lo que, a su vez, podríamos considerar esas imágenes como documentos de documentos. Nos gustaría que fuesen documentos de la crisis canallesca que padecemos, pero la fotografía no lo permite. Consideradas una a una las imágenes de este proyecto, todas ellas –tal vez menos una– serían documentos insuficientes para hacer una afirmación tan contundente. Sabemos que lo son, porque alguien a quien creemos nos lo dice, pero nada más.
De todas estas habitaciones vacías, de paredes con frecuencia sucias o envejecidas, a veces con bolsas de objetos y restos de comida abandonados, la vida ha salido hace poco tiempo, abruptamente. Lo que sabemos y lo que intuimos por medio de las imágenes es muy perturbador. Quedan apenas despojos, más o menos ordenados o desordenados. Ya no son el botín de nadie, no parece que tengan mucho aprovechable. Apenas disimulan el vacío total, que se hace evidente en otras fotografías. Es sabido que la voz resuena en una casa vacía de un modo especial, como amplificando la ausencia. También la luz se esparce por las paredes diciendo a su manera que allí no queda nada parecido a la vida, iluminando estancias que siempre acaban resultando demasiado pálidas, como el enfermo terminal a quien el pulso vital abandona.
Podemos reconocer quizás algunos gestos demoledores. Miguel me hace ver cómo el colchón en pie, malamente apoyado en una pared, es una señal inequívoca de abandono definitivo. De punto final. Si lo pensamos un poco más, no podemos más que estremecernos. Abandonar a la fuerza el lecho donde se ha descansado, donde se ha amado, donde alguien se ha repuesto de una enfermedad, donde se han hecho planes de futuro, donde, en la noche, se ha soñado y se ha llorado, y dejarlo allí, desnudo, inútil, en pie, es la triste expresión de un fracaso muy doloroso. Y al mirarlo en algunas imágenes, como el propio fotógrafo en el escenario, tengo la certeza de que es un fracaso que nos alcanza a todos.
Sí, estos escenarios son documentos por sí solos. Pero qué documentos tan especiales, que no saben decir a través de sus propias imágenes, aunque estas puedan encogernos el corazón. Tal vez es así porque necesitamos proyectarnos en las fotografías, sumirnos en su mudez, impregnar su enorme capacidad descriptiva con nuestras emociones: un colchón abandonado, el abrazo dibujado en una pared de un niño y un animal que se quieren, un cuadro infame que quedó como testimonio de un deseo de embellecer, unas cartas esparcidas por el suelo, una silla, vuelta hacia la luz, esperando inútilmente a alguien, un mantel de hule, yerto, último signo de la vida en una cocina-hogar-hoguera que nos hace retroceder al principio de los tiempos, donde nos costará menos reconocer el sentido de las cosas. La lucha por el fuego es un momento clave en la evolución del ser humano. Ahora hemos transformado aquella lucha directa por el control de la hoguera en un amasijo de normas y plazos, transacciones mercantiles y disposiciones burocráticas y judiciales en las que se camufla el poder y el dominio de unos seres humanos sobre otros.
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En la tradición fotográfica de buena parte del siglo XX, la fotografía –documental– significa una construcción de imágenes de naturaleza indicial (Charles S. Peirce). He dicho que los propios escenarios de las fotografías de Leache ya son documentos en sí mismos. Mejor aún, son huellas, residuos de una experiencia traumática reciente. Como tales, no tendría nada de sorprendente que alguien utilizase o reconstruyese en un museo, por ejemplo, esos espacios, esas habitaciones, tal cual. De los días felices al vacío. Escenarios del desamparo. Seríamos partícipes, así, en cierto modo nada más, de otra experiencia, que también se me antoja traumática: la de Miguel Leache entrando en esas estancias y en su pesada atmósfera de luz y silencio.
Si no fuese porque uno lleva demasiados años en esto se diría que, provisto de su cámara fotográfica, la labor del fotógrafo es casi irrelevante. Los escenarios se cuentan a sí mismos. No es menester añadir nada a esa jamba desencuadernada, a la mancha de un radiador en la pared, al adorno de escayola mal pintado. Podríamos automatizar la faena, plantar el trípode en la mitad de la estancia, a la altura de los ojos, y dejar que el fotómetro y el obturador hagan el resto. Como un nuevo topógrafo de lo que ya son espacios de exclusión, el fotógrafo podría adoptar un discurso aséptico, emocionalmente plano, y escudarse, diluyéndose, en el poder descriptivo del dispositivo fotográfico. La acumulación de imágenes cumpliría su misión. Esa podría ser también una de tantas propuestas conceptuales al uso. El código deontológico de muchos artistas conceptuales parece basarse en alguna suerte de ausencia de implicación moral, o al menos en el sospechoso establecimiento de una larga distancia emocional. Un análisis deconstructivo eficaz, por ejemplo, se asienta en la identificación de contradicciones y ambigüedades, no tanto en la empatía, ni en la implicación ética en otros planos.
Así que, no lo duden, Miguel Leache podría alejarse de sí mismo, sobrevolar los restos del naufragio y dejar que la cámara diga o no diga. Allá ella. Pero, evidentemente, nada es tan sencillo. Ni la cámara puede gestionar esa facultad ni el fotógrafo puede ausentarse de la escena, aunque esto último lo venga intentando al menos desde Walker Evans. Radicalizar esa hipotética ausencia es como echar las persianas a las ventanas del alma, que no son los ojos, como a mi me enseñaron de pequeño. Para ver es mucho mejor cerrar los ojos –y mirar hacia adentro– que abrirlos desmesuradamente. Las fotografías de Miguel Leache tienen mucho más de exploración interior que exterior y, por eso, al revés de lo que se ha insinuado, no son certificados de ausencia, sino de presencia.
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Todas las emociones son impulsos que nos llevan a actuar. Esa actuación puede ser meramente defensiva, significar el enfrentamiento a un problema o tal vez la huida de otro. En todos los supuestos se diría que lo emocional puede representar el desplazamiento, hasta un segundo plano, de la racional e incluso de lo profesional, entendido esto último como una forma específica de racionalidad. Vamos, que si has estado enamorado, sí puedes; si tu alma ha sentido la punzada amarga del dolor, también.
Un buen fotógrafo, lo hemos sugerido, no es el que domina los presupuestos técnicos del dispositivo fotográfico (entendido en su sentido más amplio). Tampoco la experiencia en el manejo de situaciones tiene por qué significar demasiado. La naturaleza que habla al ojo es diferente de la naturaleza que habla a la cámara, dice un viejo axioma. Lo que importa más es saber qué es lo que la fotografía no puede decir, por más que el fotógrafo, su autor, o nosotros, espectadores, deseemos.
Entre lo emocional, que genera el impulso de hacer, y la inmovilidad insignificante y eterna de la imagen fotográfica, habita el fotógrafo. Es un espacio reducido, difícil, próximo a lo utópico. Entre lo que la imagen fotográfica es capaz o no de contar y lo que nosotros como receptores creemos o queremos ver en ella, está lo que el fotógrafo sabe, y también lo que sabemos nosotros. Las fotografías no son, por tanto, más que un territorio de confluencia. Fuera de él podemos arañar su superficie durante siglos, que no hallaremos gran cosa. En cambio, en ese territorio está todo, con la sola condición de permanecer callados y, casi siempre, con los ojos cerrados. Con estas imágenes en la penumbra de la mente, lo que sabemos nos oprime el corazón, y la incapacidad de la fotografía nos lo recuerda vívidamente.
Publicado en el libro «Por los días felices«, Miguel Leache, febrero 2013.
These photographs, like all photographs, are hardly able to tell anything. They manifest their own inability to tell. It is not in the least my intention to insinuate that it is the author who did not use the camera properly. On the contrary, the photographer knows full well what he is talking about, and although photographs cannot tell, he is present – or, what is the same thing, his feelings, his emotions, his frustrations, his hopes – here and there, everywhere, in the hundred images making up this work.
This distance between the photographs’ inability to tell something properly and their connection to the emotions of their author is nothing new. The story goes that one of his disciples was showing Minor White his images. Since the master remained silent, the disciple could not repress the question: “Do you believe I can be a good photographer?” White left the portfolio to one side, and remained lost in thought for a few seconds. Finally, he replied to his student: “¿Have you ever been in love?” “Yes”, was the other’s reply. “In that case you can”, said White.
It is therefore, above all, a matter of the emotional and sentimental capability of the maker of the photographs. I wonder whether Minor White’s somewhat out-of-place response might have had something to do with a conviction that the photographic invention is ill-equipped for other causes. It has long been a commonplace that art is not made for understanding, despite the fact that today the conceptual drift drags us all towards the sphere of the intellect and the discredit of the sentimental. Looking, time and again, at the photographs taken by Miguel Leache in dwellings that have just been foreclosed on, I cannot but reflect – something which, in any case, I have been doing obsessively – upon the impossibilities of the photographic medium. Why do we always want a photograph to tell us more than it is able to? And why, at the same time, do we persist in denying it any faculties linked to the sphere of the emotional?
There is a link between these two questions. The photographic record of those scenes of eviction suggests many and very diverse considerations, but one of the most significant, in my view, is precisely the tension between the rational and the emotional. If I were the author of these photographs I would say it is the tension between the tragedy that the photographic image is unable or unwilling to tell and what I feel in my heart. I believe I can detect such tension throughout this work. The way I see it, this is the tension that lies always at the core of a photographic undertaking.
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The course of this tension can be followed in many ways. When we say that photography is a unique combination of document and art, we are perhaps referring once again to the same thing. The scenes depicted in Miguel Leache’s photographs are documents in themselves; hence, one could consider these photographs to be documents of documents. We would like them to be documents of the vile economic crisis afflicting us, but photography does not allow that. If we considered one by one the images of this project, all of them – perhaps bar one – would be inadequate documents to make such a rotund statement. We know they are only because someone we believe in is telling us so, and for no other reason.
Life has recently gone out, abruptly, of all these empty rooms, their walls frequently dirty or worn, sometimes containing bags full of assorted belongings and abandoned food remains. What we know and what we can sense through these images is highly disturbing. There barely remain a few more or less tidy or untidy traces. They are no longer anybody’s booty, there no longer appears to be much that can be salvaged. They barely conceal the total emptiness that is evident in other photographs. It is a well known fact that a voice in an empty house has a special ring to it, as if amplifying the absence. Light, too, spreads over the walls as if to say that there no longer remains anything resembling life, illuminating rooms that always end up looking too pale, like the terminally ill patient whose pulse is dying down..
We can, perhaps, recognise a few devastating gestures. Miguel makes me see that an upright mattress, propped up any old how against the wall, is an unequivocal sign of definitive departure. A sign of finality. If we think about it a little longer, we cannot help shuddering. Being forced to abandon the bed where one has rested, where one has loved, where someone has recovered from an illness, where plans have been made for the future, where one has dreamed and wept many a night, and leaving it there, naked, upright, is the sad expression of an extremely painful failure. And when I look at it in some images, like the photographer himself did on the scene, I am certain that it is a failure that reaches us all.
Yes, those scenes are documents in themselves. But what special documents they are, unable to tell through their own images, even though they may make our hearts bleed. Maybe it is so because we need to project ourselves in the images, immerse ourselves in their muteness, impregnate their enormous descriptive capacity with our emotions: an abandoned mattress; a picture of a child hugging a loved pet drawn on the wall; a dismal painting bearing witness to a wish to embellish; letters scattered on the floor; a chair, facing the light, futilely waiting for someone; a stiff linoleum tablecloth, the last remaining sign of life in a kitchen-hearth-bonfire that brings us back to the beginning of time, where we will have less trouble recognising the meaning of things. The struggle for fire is a key turning point in the evolution of human beings. Now we have transformed that open fight for the control of fire into a tangle of regulations and deadlines, commercial transactions and bureaucratic and judicial provisions serving as camouflage for the power and domination of some human beings over others.
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Throughout a good part of the 20th century, photography – that of a documentary character – draws upon its supposedly indicial nature. I said earlier that the scenes depicted by Leache’s photographs are already documents in themselves. Better still, they are footprints, traces of a recent traumatic experience. As such, it would not be at all surprising if somebody decided to reconstruct – for instance, in a museum – those spaces, those scenes, exactly the way they are. From happy days to emptiness. Scenes of destitution. We would thus participate, though only to a certain extent, in another experience which strikes me as traumatic: that of Miguel Leache entering those rooms and penetrating their heavy atmosphere of light and silence.
Were it not for my experience of so many years in this field, I might be tempted to think that the photographer’s work is almost irrelevant. The scenes tell their own story by themselves. Nothing need be added to that warped door jamb, the stain left by a radiator on the wall, an ill-painted plaster. We could automate the work, just set up the tripod in the middle of the room, at eye level, and leave the light meter and the shutter to do the rest. As a new topographer of what already constitute spaces of exclusion, the photographer could adopt an aseptic discourse, emotionally flat, concealing, diluting himself in the descriptive power of the photographic device. The accumulation of images would accomplish his mission. That too might be one of the many conceptual proposals currently in vogue. The code of professional ethics of many conceptual artists appears to be based on some sort of absence of moral implication, or at least on the suspicious establishment of a wide emotional distance. An effective deconstructive analysis, for instance, is founded on the identification of contradictions and ambiguities rather than on empathy or ethical implication at other levels.
Hence, Miguel Leache could certainly step away from himself, fly over the remains of the wreck and leave it up to the camera to tell or not to tell. But evidently nothing is that simple. The camera is unable to exercise such discretion and photographers cannot make themselves absent from the scene, although they have been trying to do so at least since Walker Evans. To radicalise this hypothetical absence is like pulling down the shutters over the windows of the soul, like I was taught as a child. To see well, it is better to close one’s eyes – and look inwards – rather than open them too wide. Miguel Leache’s photographs have a greater element of inward rather than outward exploration and, hence, they are not certificates of presence, but of absence.
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All emotions are impulses that lead us to act. Such action can be merely defensive, involving facing a certain problem or perhaps shying away from another. One might say that the emotional represents a displacement to the background of the rational and even the professional, if we interpret the latter as a specific form of rationality. In other words, if you have ever been in love, then you can; if your soul has ever felt the bitter pangs of pain, then you can too.
What nature tells the eye is not what it tells the camera lens, goes an old axiom. What really matters is knowing what photography is able or unable to tell, no matter how much the photographer, its author, or we, the spectators, might want it to. Between the emotional, which generates the impulse to do, and the unsignifying, eternal immobility of the photographic image there dwells the photographer. It is a small, difficult, almost utopian space. Between what the photographic image can or cannot tell and what we as recipients believe we see or want to see in it, lies what the photographer knows, and also what we know ourselves. Photographs are thus no more than a space of confluence. Outside it we can scratch its surface for centuries, but we will not find much. However, within this space we shall find everything, on the sole condition that we remain silent and, in most cases, with our eyes closed. With these images in the twilight of our minds, what we know oppresses our heart, and photography’s inability is a vivid reminder of it.
Published in the book «To the Happy Days«, Miguel Leache, February, 2013.