Bilbao. Museos y otros placeres

18 mayo 2012

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Se ha repetido hasta la saciedad que un museo es un mausoleo. Si hemos de aceptar esa idea, convengamos en que estaríamos hablando de un lugar donde podríamos esperar recogimiento, meditación sobre lo efímero de nuestra existencia, lo inútil de nuestras vanidades, el dolor de la ausencia… Nada de todo eso es nuevo, pero no está mal. En las paredes del museo/mausoleo, cuadros/lápidas nos mirarían con un tono de reconvención, recordándonos su título/epitafio. Nos sorprenderíamos a nosotros mismos caminando intimidados por galerías sombrías, con una cierta angustia, y quizás un deseo mal disimulado de abandonar ese lugar lo antes posible.

En el extremo opuesto, podríamos considerar que un museo es un lugar para el juego, o al menos donde lo lúdico se ofreciese al visitante para hacerle un poco más feliz y recordarle lo bella que puede ser la vida. Sería un lugar donde un niño preguntase y un padre siempre le pudiese contestar (o, mejor aún, al revés), un lugar donde dos enamorados, cogidos de la mano, pudieran sentir cómo su amor es eterno (felices pero un poco tontos, como todos los enamorados), un lugar donde manchas de colores nos ofreciesen desde la pared las claves de la existencia. Tampoco estaría mal…

A la hora de la verdad, pienso que un museo debería ser un espacio donde esas dos mitades se diesen la mano, en el arte como en la vida. A mi me parece que es un lugar donde el tiempo tiene la obligación de detenerse, y el ruido la de calmarse. Por ley. Un buen rato, aunque sin exageraciones. Rebasado cierto tiempo, cualquier museo puede producir vértigo o desasosiego, en especial si hay muchos visitantes. Una acumulación excesiva de estos últimos, o de obras expuestas –ocurre en los grandes museos como el Prado o el Louvre–, debería acarrear severas sanciones administrativas.

No soy lo que se dice un viajero, pero en las ciudades que conozco dedico siempre un tiempo a sus museos. Como fotógrafo, sufro enormemente porque no me dejan tomar fotografías en casi ninguno de ellos. Es una prohibición muy cruel que me ha hecho perder la calma en más de una ocasión. He tenido varios enfrentamientos verbales con sensibles “seguratas” muy en su “papelín”, como decía Koldo Chamorro, también especialista en algunas trifulcas parecidas. En ocasiones, oculto tras una mampara o al cobijo de algún visitante «voluminoso», como un vulgar ratero, he disparado mi cámara a la vez que simulaba un humillante carraspeo de garganta, “tapando” el ruido del obturador. Tal vez por eso guardo un buen recuerdo del Prado hace unos años, cuando se podía hacer fotografías sin flash, y hasta fui bastante feliz en el MoMA por la misma razón, sin olvidar un reconocimiento íntimo hacia la primera institución museística que creó un Departamento de Fotografía.

Hay otro tipo de aspectos. Me encontré muy a gusto en la Neue National Gallery, en Berlín. Era un bello día nublado. Cuestión de arquitectura, tal vez. O no, porque el Guggenheim de Gehry me resulta excesivo en muchos sentidos. Muy cerca, un museo donde me he encontrado casi siempre cómodo es en el de Bellas Artes de Bilbao. Me gustan sus dimensiones, el parque de Doña Casilda cercano, me agradan muchos aspectos de su colección permanente, y suele interesarme bastante su programación.

Claro que no siempre. Lo reciente de Antonio López todavía hoy me fatiga. El tumulto de gente alabando a voz en cuello la exactitud de aquel pomo en la puerta, “casi se puede abrir”, o las dos veces que estuve a punto de tropezar con un niño del artista que yacía en el suelo inopinadamente, mitad capazo mitad túmulo, no son un recuerdo demasiado grato. Antonio López no debió consentir una cosa así. Menos mal que en las salas superiores pude disfrutar, en buena compañía, treinta y seis años después de su primera inauguración, de una exposición que jamás pensé que pudiera ver: “New Topographics, fotografías de un paisaje alterado por el hombre”.

Había muy poca gente, lo que significaba un brusco contraste con la exposición de Antonio López. Elitismo, alguien pensará, seguramente con razón. No sé… Cada creyente encuentra siempre razones de peso para justificar su fe.

Publicado en el Diario de noticias. Museos y otros placeres. (Pamplona, 18 mayo 2012)
 
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