1 enero 2008
Mein Feld ist die Welt
Recuerdo, creo que con bastante precisión, lo que mis libros de estudiante decían sobre la belleza, allá por los ya lejanos años sesenta. Por qué recordamos algunas cosas con exactitud y no recordamos ni siquiera las líneas gruesas de otras, constituye un verdadero misterio que preferiría que nadie, si es que alguien puede hacerlo, me desvelase. Las leyes de esa activación son desconocidas para mi. Me ocurre algo parecido con los recuerdos. ¿Por qué, en un instante determinado, sin aparente lógica, me asalta vívidamente un recuerdo puntual, perdido en la noche de los tiempos? Algo hay de inquietante, creo yo, en estos asuntos, que tienen vida propia al margen de mi voluntad.
Definir la belleza no es posible, se afirmaba en aquel libro, y todos los intentos de hacerlo han fracasado. Había fracasado en el empeño hasta el mismísimo Tomás de Aquino quien, en una definición que a mi me parece no demasiado ortodoxa, afirmó que bellas son las cosas que, vistas, agradan. Quien redactó el libro de mi juventud se atrevía a enmendarle la plana a tan ilustre pensador. Téngase en cuenta, decía, que las cosas no son bellas porque nos agradan, sino que nos agradan porque son bellas. Escolásticas y juegos de palabras aparte, la belleza existe, se sostenía, es algo objetivo y, por tanto, definible: que no hayamos encontrado, hasta hoy, esa definición, sólo es una prueba más de nuestra naturaleza limitada y finita.
Quiero detenerme también, fugazmente, en otro renglón histórico a propósito de un tema tan resbaladizo. Aventurando pronósticos, André Breton afirmó aquello tan repetido de que la belleza será convulsa o no será. No queda muy claro qué tipo de convulsión debe entrañar lo bello, ni siquiera, si se me permite, qué es lo convulso o, mejor, lo convulsivo. Pero algunas pistas dejó el mismo Breton. En la conclusión de su texto queda la afirmación exacta de que la belleza convulsiva será erótico-velada, explosivo-fija, mágico-circunstancial, o no será. Entre líneas, en el famoso artículo publicado en la revista Minotaure, decía Breton que lamentaba no haber podido proporcionar, como complemento a este texto, la fotografía de una locomotora a gran velocidad que hubiera sido abandonada durante años al delirio de la selva virgen. Es obvio que no pudo conocer a Simon Norfolk. El deseo de ver iba acompañado, para él, de una exaltación particular que muy bien pudiera ilustrar semejante monumento a la victoria y al desastre. Me parece explícita también, y más en lo que ahora me concierne, la afirmación de que la belleza sólo podrá desprenderse del sentimiento punzante de la cosa revelada.
Hay un largo trecho entre un concepto objetivamente aceptable de la belleza y una belleza punzante, capaz de producirnos convulsiones, entre la serenidad que parece desprenderse del concepto clásico de belleza tomista y la idea de que lo bello, como si se tratase de una fuerza geológica, debe agitar nuestro espíritu hasta la sacudida interior (y exterior). Aventurarse por ese camino es, en todo caso, muy complicado. Fuertes vientos pueden arrastrar violentamente, a quien lo intente, en direcciones contrapuestas. Para recorrerlo, el hombre ha vuelto la vista, en ocasiones, incluso hasta la precisión de los cálculos matemáticos. ¿No bastarían unas cuantas fórmulas para resolvernos la cuestión de lo que puede ser y no ser bello?
Un reciente estudio llevado a cabo por científicos israelíes utiliza cómputos informáticos para embellecer el rostro de cualquier persona. Se alude sin ningún pudor a lo que se define como un campo en auge: el análisis científico de la belleza. Hay algo, en lo insondable del ser humano, que le empuja en esa dirección: el viejo sueño de universilizar lo bello. Una cierta perfección simétrica, una idea establecida de lo que llamamos las proporciones, una determinada tonalidad o color, ¿no pueden gestionarse numéricamente, y nos olvidamos ya, de una vez por todas, de lo subjetivo, de lo personal -siempre incómodo-, de lo relativo? Y, un paso más allá, ¿no podríamos cuantificar no ya un rostro sino, por ejemplo, un paisaje? ¿No podríamos trazar un mapa, a poder ser con algunas instrucciones de uso, de lo que es bello, y dejar este asunto cerrado para siempre?
El ansia de lo infalible
El ansia de infalibilidad está en la médula misma de la empresa fotográfica. Se me podrá decir que una cosa es pintar incontestablemente, como quería Talbot, y otra cosa es el catálogo de lo bello. Pero no hay que ser demasiado agudo, creo yo, para entender, desde algunas posiciones, el deseo de emparentar los dos conceptos.
La fotografía vino a fusionar, en un primer momento, dos mundos en apariencia muy alejados, uno de naturaleza estética y otro de naturaleza tecnológica. Debían coincidir en un punto el ideal de belleza clásico y un dispositivo técnico que permitiese pintar ese ideal de un modo perfecto, sin necesidad de destrezas artesanales, que son siempre un lastre. Se podría pensar que, a la larga, la lógica evolución del medio fotográfico acabaría descompensando ese binomio antes o después o, dicho de otra forma, nuevos horizontes y retos vendrían a desplazar las orientaciones iniciales.
Sólo en cierto modo ha sido así. A mi modo de entender, cuando se revisa una buena parte de la fotografía contemporánea, se termina por constatar la permanencia en el tiempo del matrimonio estético-tecnológico que el medio fotográfico ha venido significando. Y si bien es verdad que se hace necesario establecer urgentemente algunos matices, no lo es menos que lo dicho sirve como axioma fundamentalmente invariable.
Las fotografías de Simon Norfolk no pueden reducirse, desde luego, a una conjunción más o menos feliz de ideales estéticos y precisión técnica, como luego intentaré poner de manifiesto. Pero tampoco pueden obviarse esos ideales. No es pertinente, desde luego, atribuir a Norfolk cualquier exclusividad en el uso de algunos parámetros fotográficos que se han hecho más que populares últimamente -en realidad son habituales desde 1839-, ni cuesta mucho trabajo reconocerlos en numerosos fotógrafos bastante conocidos hoy. Si pudiéramos prescindir, en un tour de force un tanto artificial con la historia de la fotografía, de los años que corresponden al imperio de los formatos pequeños, es decir, si nos saltásemos más o menos los cincuenta o sesenta años que van desde 1920 hasta el último cuarto del siglo XX, quizás nos resultaría mucho más fácil seguir el curso de esa misma historia.
En su excelente texto Seguridad en la parálisis: algunas observaciones sobre los problemas de la «fotografía tardía», señala David Campany que la actual tendencia que lleva hoy a muchos fotógrafos a interesarse por las consecuencias de los acontecimientos -él parte del ejemplo de Joel Meyerowitz y sus fotografías en los días posteriores al 11 de septiembre en New York- significa «la adopción de una estética funcional próxima a la fotografía forense». Es cierto, pero no es algo nuevo. ¿No nos suena la letra de esta canción a lo escrito por Walter Benjamin a propósito de Eugène Atget y sus familiares escenarios del crimen (del crimen ya cometido, claro)?
Las coordenadas de lo que Campany llama fotografía tardía fueron trazadas, bien tempranamente, en los albores de la era fotográfica. No quiero pasar por alto que la semejanza entre las imágenes de los actuales fotógrafos tardíos y las de algunos fotógrafos del siglo XIX -él cita a Roger Fenton y a Matthew Brady- enmascara cambios sustanciales acaecidos en el devenir de lo fotográfico, pero también es verdad que no es una semejanza que podamos dejar a un lado. A poco que se repare, la cuestión concierne a muchos otros fotógrafos de aquellos años iniciales (el abanico es muy amplio, desde los europeos que bucearon en el lejano Oriente hasta los americanos que descubrieron el Oeste americano, sin menospreciar a quienes se entregaron a los monumentos y lugares más próximos de su ciudad o de su país). Fotógrafos como Maxime Du Camp, Timothy O’Sullivan, Thomas Annan o Charles Marville, por citar unas pocos nombres, conocían absolutamente las posibilidades y limitaciones de las imágenes fijas. Es sabido que muchos fotógrafos del siglo XIX tenían una formación estética nada desdeñable. La inmovilidad de un cuadro era algo que les resultaba familiar, y la de una fotografía, cabe pensar, también.
Naturalmente, a partir del momento en que hizo su aparición el cine, la imagen quedó aún más anclada en su inmovilidad. En mi opinión, sin embargo, no debe plantearse esa inmovilidad en compración con el cine o con el video. Es con la irrupción en escena de los medios de comunicación de masas y los formatos pequeños cuando se desarrolla, hasta alcanzar proporciones exageradas, la idea de la instantaneidad. Esa instantaneidad está ligada a la mejora de la sensibilidad de las películas -la tecnología militar, bien lo sabe Simon Norfolk, jugó un papel decisivo en este capítulo- y a la progresiva reducción de los formatos. Instantaneidad y movilidad de la cámara son conceptos inseparables, por tanto, y junto con el de fotoperiodismo, iban a contribuir decisivamente a la determinación de que la instantánea, así entendida, se convirtiese en la esencia de lo fotográfico durante décadas, casi me atrevería a decir que la única esencia.
Hablando con rigor, con una cámara de formato grande la instantánea también es posible, en tanto que obturación rápida. No así en cuanto a movilidad. Muchas de las fotografías del siglo XIX, cuando abordaban temas en movimiento, resultaban movidas. Pero quienes, al día de hoy, han decidido seguir trabajando con formatos grandes, no ignoran que esas borrosidades de las fotografías movidas -parcialmente movidas, puesto que la cámara suele esrtar habitualmente anclada en un trípode- no son algo exclusivo del pasado. Unas cuantas imágenes de Simon Norfolk sirven para acreditarlo. El problema suele agudizarse porque, a menudo, estos fotógrafos han preferido con películas de baja sensibilidad, buscando la mayor finura de detalle posible. Pero no podemos perder de vista que la instantánea, lo que llamamos instantánea, está atado, además de a la rapidez del disparo a la movilidad de la cámara, al menos tal y como lo ha entendido tanto el gran público como los especialistas.
Suele admitirse que, en un mundo monocromático, la precisión y la sutilize en los detalles y en las transiciones tonales de los daguerrotipos no tiene parangón. Desde entonces, hay toda una tradición de lo que debe ser la imagen fotográfica en relación con la fidelidad de esos detalles y de sus matices en la transcripción de lo que llamamos la realidad. Hoy, casi desaparecido el mundo, antes intocable, de la instantánea tal como he intentado dibujarla, parece haberse recuperado en algunos sectores fotográficos la tradición de aquella imagen que, con sus prístinas cualidades, robó el aliento de nuestros antepasados en el siglo XIX.
Et in Arcadia ego
Simon Norfolk conoce muy bien los pasos de esa tradición fotográfica, y utiliza los argumentos de la tecnología -a menudo tecnología militar en sus orígenes o en su evolución, como hemos señalado- para enmascarar o para revelar el alcance de sus pretensiones conceptuales. Un paso antes de llegar a esos objetivos, Norfolk establece también, detalladamente, las bases en las que se asienta conceptualmente su trabajo de estos años.
Su pretensión, cito textualmente, es un intento por entender «cómo la guerra y los enfrentamientos han conformado nuestro mundo». Las propias tecnologías que usamos y los modos de entendernos entre nosotros han sido creados demasiadas veces por conflictos militares. Los vestigios de esos enfrentamientos se dejan ver, si nos esforzamos un poco, por todas partes. No sólo en los parajes calcinados y destruidos de Afganistán o Irak, ni en los restos mal disimulados de Auschwitz o de otros lugares de exterminio. Su ambicioso proyecto abarca desde las elecciones estadounidenses hasta los campos de refugiados diseminados vergonzosamente por nuestro mundo, desde los espacios asépticos de las supercomputadoras hasta la filmación de simuladas escenas bélicas para el cine.
Este catálogo temático apenas difiere del que un fotoperiodista al uso podría determinar como propio. En cambio, los aspectos técnicos, estratégicos y procedimentales sí cambian. Me he referido a los primeros poniendo de manifiesto las preferencias del fotógrafo por la tradición de los formatos grandes, lentos y pesados, con su carga de precisión, detalle, exactitud y belleza tonal. Norfolk inició su trabajo en Afganistán. La belleza de los cuadros de ruinas de pintores como Nicolas Poussin y Claude Lorrain es la plataforma estética desde la que abordó su proyecto. Las ruinas tienen en los cuadros de esos pintores, afirma Norfolk, un significado especial: «Los imperios caen. El imperio romano, el británico, el imperio francés…, ninguno de ellos es definitivamente permanente. Todos se erigen y, antes o después, caen. No son más que una boñiga». En especial, el fotógrafo repara en la dorada luz de los cuadros de Lorrain. Incluso cuando ese pintor aborda un cuadro como «Mediodía», dice, una luz dorada acaricia bellamente la escena. Como fotógrafo, Norfolk es consciente de que no puede inventar la luz de sus imágenes. Tiene que acechar y esperar pacientemente a que se produzcan determinadas situaciones climatológicas. A menudo, aprovechando la especial respuesta de las emulsiones, opta por trabajar, por ejemplo, sumamente temprano, con las primeras luces del alba.
No dejan de sorprenderme unas preferencias estéticas, lo digo con respeto, tan antiguas. Claro que el contenido de las fotografías de Simon Norfolk implica un discurso fundamentalmente político. Hay en este punto una coincidencia notable, salvando todas las distancias que se quiera, con alguien como Josep Renau, cuyas imágenes también están cargadas de intenciones políticas, más ostentosas en este caso. Preguntado Renau sobre el uso del color en sus fotomontajes -una posibilidad que, al parecer, nunca le hizo mucha ilusión a su maestro John Heartfield-, contestaba que «embadurnadas sus imágenes con colores delicuescentes y de neón, eran un cuchillo que penetraba más fácilmente en los corazones». Norfolk, como Renau, utiliza el color estratégicamente, por su capacidad de penetración, por su atractivo, por el disimulo con el que puede ser portador de otras intenciones.
Cielos de cromatismo digno casi de la imaginería romántica y luces acarameladas bañan lugares que suelen ser puntos cruciales de la historia militar del ser humano, o de la historia, sin más, lo que viene a ser lo mismo. Ruinas cuyo atractivo deriva de lo que de ellas podemos saber, por una parte, y de una combinación muy bella de luz u color, que eleva la suntuosidad de esos escenarios hasta las cercanías de lo sublime militar. No es mi intención, llegado a este punto, discutir sobre la pertinencia o las implicaciones del término sublime. Recordaré solamente que, como alguien dijo, «nada de lo que es objeto de los sentidos puede ser llamado sublime. No es en el océano, ni en la tempestad, ni -por supuesto-, en la ruina, donde radica lo sublime, sino en nosotros».
Norfolk sabe que, en último término, está apelando a la miseria de la condición humana. También a su grandeza trágica. Los colores atractivos pueden quitar gravedad -sólo aparentemente y en primera instancia- a escenarios que sobrecogen. Rebasado el filtro de la belleza formal, el color llega a ser también aterrador.
Espoletas como garras, paisajes como sudarios
Pero que nadie se engañe. Quizás no hay que buscar ese terror en las fotografías. Simplemente, porque las fotografías no están capacitadas para contenerlo. Una de las raíces de Norfolk y de su proyecto se sumerge en el fotoperiodismo. A partir de su inicial interés por los trabajos de signo fotoperiodístico, desde la insatisfacción, decidió orientarse hacia otro tipo de fotografía que, no obstante, conserva un fuerte recuerdo de aquéllos. «El fotoperiodismo es una gran herramienta para contar historias muy simples», declara Norfolk. Pero lo que él quiere contar necesita de otras complejidades. En un momento dado siente que trabajar con los útiles del fotoperiodismo es como «interpretar a Rachmaninoff con guantes de boxeo».
Las ruinas de Afganistán le hicieron recordar los monumentos megalíticos de Stonehenge. La permanencia en el tiempo de esos monumentos cosmológicos, cuyo origen está atado a los propios orígenes del ser humano, parece pedir algo más que la fotografía rápida -instantánea en el peor de los sentidos- que nos proporcionan las habituales herramientas que el fotoperiodismo ha hecho suyas. En el fondo, y en la forma, las ruinas que los episodios bélicos van dejando en cualquier punto de la tierra, ¿no son también bloques de piedra, monolitos, obeliscos, siniestros altares erigidos por el lado oscuro de nuestra especie? ¿Podemos, hablando en términos fotográficos, despacharlos con una instantánea?
La fotografía ha heredado, desde sus comienzos, una función de naturaleza contable. Es verdad que algunas cosas han cambiado mucho a lo largo del tiempo. Antaño, los afanes imperialistas propiciaban que, después de los militares (o a la vez), los primeros en llegar a un territorio conquistado eran los fotógrafos (del país conquistador, naturalmente), que también llegaban al lugar para ocuparlo visualmente y hacerlo propio. Hoy, después de la guerra de Vietnam, los militares se aseguran muy bien de que viajan solos y después, si acaso, los fotógrafos tienen su momento. Pero antes como ahora, el papel de la fotografía se me antoja cercano al inventario.
Es sabido que un inventario es algo minucioso, detallado y prolijo, que debe ser elaborado con esmero e, inevitablemente, con tiempo. Las herramientas fotográficas del siglo XIX reúnen mejores condiciones para esa tarea. Además de la minuciosidad, se diría que los instrumentos fotográficos más antiguos -por ejemplo las cámaras de gran formato- propician una reflexión que, a pesar del deterioro, por abuso, de la palabra, otorga sustancia a la actividad del fotógrafo. Desde ese punto de vista, cobra carta de naturaleza su meditación, en primera instancia, y la de los espectadores, más tarde.
Campany, en el texto antes mencionado, atribuye no pocas de las virtualidades de la fotografía a su silencio (primordial, yo añadiría). No puedo estar más de acuerdo, aunque la palabra silencio se me antoja muy desgastada. En especial a partir de Roland Barthes se maneja una y otra vez, a veces con estruendo, la idea del silencio fotográfico. Estamos, en todo caso, ante un silencio de signo inverso. No es silencio porque no dice nada sino porque, sin un pronunciamiento definitivo, puede decirlo todo. Por eso, la asignatura pendiente, en materia de fotografía, es que ni los fotógrafos, ni los analistas, ni el público en general hemos aprendido a respetar ese mutismo.
Quién sabe si no radica ahí también, en buena medida, la capacidad convulsiva de las imágenes de Simon Norfolk. El sobrecogimiento que experimentamos ante muchas de estas fotografías viene inducido en una doble dirección. Mediante la utilización metafórica o simplemente expresiva de los elementos de la imagen, o por medio del complemento verbal ante la imposibilidad de la fotografía para contar algo. Estoy pensando, como ejemplo de estas dos direcciones, en la imagen de las carcasas de mortero abandonadas en el norte de Baghdad, y en la fotografía de nieve y agua, cercana a la abstracción, del río Drinjaca. Ambas soluciones son muy conocidas en el mundo de la fotografía. Norfolk detesta los preparados huecos de una vanguardia de tipo endogámico que parece haberse adueñado del mundo del arte. Vaciado políticamente, ese mundo adquiere una dimensión inmoral. Hay también un componente romántico que va más allá del que se desprende de algunos aspectos formales de sus imágenes, y que podríamos situar, sin esfuerzo, en el potencial del arte -de la fotografía, singularmente-, para transformar el mundo. «La idea es cambiarlo -afirma Norfolk-, y difícilmente lo vamos a lograr hablando de Roland Barthes o del guirigay estructuralista-semiótico que solamente unos miles de personas pueden entender».
Hay un punto frívolo, por qué no decirlo, en este reproche. La capacidad transformadora que atribuimos al arte tiene muchos frentes y, por cuanto caben posiciones sinceras en todos ellos, ninguno debe ser desdeñado. Sea como fuere, muchas de las fotografías de Simon Norfolk me conmueven. Hay algo, dentro de mi, que se estremece (¿se convulsiona?). Algunas lo logran por sí mismas, y quizás eso ocurre porque, simplemente, volviendo al principio, son bellas. Otras lo consiguen por lo que se ma hace saber de ese lugar que se muestra en la imagen. En uno y otro caso, felizmente, aunque no sea mucho decir, yo agradezco la recuperación del sentido.
Publicado en el libro Simon Norfolk:genocidio, paisaje,momoria. (MACUF, La Coruña, 2008)