Una parte de nosotros
A part of us

1 junio 2016

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Jesús Labandeira

Hay una parte de nosotros que vamos olvidando sin remedio de tal modo que, aunque sepamos de su existencia, podemos hacer poco para restituirla. Como si fuese agua caída en un agujero sin fondo, es algo irrecuperable. De ese lugar oscuro y profundo apenas nos llega otra cosa que un rumor incierto, de agua sombría, envuelto en débiles reflejos sin consistencia, pero intensamente melancólico.

No se trata de recuerdos que hayamos perdido. No es debilidad o disfunción de la memoria. Es más bien una proyección de nuestro ahora sobre las personas o las cosas del pasado, sobre lo que nos pertenece o nos perteneció, sobre nosotros mismos, pero cuyo control no nos resulta posible. Como un residuo cruel, queda solo la conciencia de una pérdida que no sabemos compartir. Cruel, porque restablece dentro de nosotros, dolorosa, la soledad radical que nos separa, que nos aísla, que nos hace vulnerables.

“Una habitación albina para volver siempre que estoy solo”, dice Jesús Labandeira. Sí, ese pozo insondable tal vez es blanco, después de todo, o quizás parece así en nuestros deseos. La representación de la muerte es blanca en ciertas culturas. Algunos paisajes, claros, “tienen toda la nieve de una agnosia”, escribió Joan Pons. Estancias pálidas, al fin, donde la cercanía de la luz puede confundirnos confortablemente, engañándonos, haciéndonos creer que estamos más cerca de lo que fue, de lo que pasó.

Un habitación como una cámara lúcida donde intentar liberar las fotografías encadenadas al tiempo, una ayuda para recuperar contornos que quién sabe si existieron realmente, si tuvieron cuerpo alguna vez. Invocadas estérilmente para restaurar lo imposible, llamadas a deshoras, las imágenes no vendrán resueltas a través del éter, la musa no caminará con gracia decidida atravesando muros o espacios. Las imágenes están al otro lado, más lejos. Reticentes, solo escuchan de cuando en cuando, inmisericordes, la llamada dolorida de quien sufre. Se resisten a desvelar su secreto, esperan siempre otro anochecer más, escondidas en la herida.

Qué hacer cuando no existe la fotografía anhelada de nuestra infancia, cuando no hay un frágil papel que recoja lo que fuimos, menos aún lo que quisiéramos haber sido. La parte de nosotros que se esfumó sumida en abismos inaccesibles, que nos obliga a buscar en las horas remotas, en círculos inciertos, se esconde y se protege en la nieve de la niñez, donde sigue jugando, de donde nos llegan sus cánticos.

Morir un poco más para volverse a hacer, para regresar a sabiendas de que será muy improbable encontrar un nuevo sentido y, al mismo tiempo, luchar para recuperar cada mínimo recuerdo, cada esbozo que niegue la nada. La llave de la infancia, tan lejana que parece un sueño también blanco, guarda un cofre que debe contener algo más, algo propio en lo que aún no hayamos reparado, un cofre de tesoros durmiendo su sueño, piedras cuyas aristas todavía retengan un brillo tenue. Hay tiempo antes del último destello, de la imagen especular que amenaza con extinguirse. Tonos que se confunden en un gris impreciso, texturas que bordean la nada, fotografías a punto de desvanecerse sin dejar rastro de su existencia en la blancura del papel.

Restituir el sentido buscando a tientas en la niebla “hasta perder el tacto”, dice el autor, escrutando con ansiedad la nada blanca de la nieve para ver pasar una sombra como un eco aturdido que yerra por lugares sin dueño, y capturar una insignificante parte de ese eco y ver escurrirse el resto entre los dedos. Imágenes que se escapan porque su flujo no se puede detener más que un instante imperceptible.

Mirar lo que queda. La parte viva y lacerante que está un poco más allá del recuerdo, que no llega a ser, pero duele. Cuando aún nevaba. Aquello de nosotros que se va sin remedio, envuelto en una luz triste. ¿Cómo saldar la deuda con lo que quizás fue o quizás no fue? ¿Cómo recomponer la memoria de un tiempo incierto, un tiempo solo esbozado, años después, en nuestra mente? Imaginar el pasado, como el futuro, es quimera. Ambos, desde el presente, son puro acaso que no podremos verificar, infancia y vejez imposibles de contemplar desde el ahora, llenos de imágenes flotantes, difusas, simétricas.

Paisajes del recuerdo, sin cielo, sin horizonte, construcciones del deseo. Carne como piedra, árboles como brazos, nubes de nieve fría, pantallas de luz impenetrables, resplandores oscuros. Fotografías sin brillo, de negros densos en los que inútilmente quiere adentrarse la mirada. Un poco más allá del recuerdo.

A PART OF US

There is a part of us that we all inevitably allow ourselves to disregard, such that even though we are aware of its existence we can do little to bring it back to life. Like water poured into and endless well, it becomes something irretrievable. From these obscure depths barely anything reaches us, beyond a vague but intensely melancholy whisper, like murky water engulfed by weak insubstantial reflections.

This is not a phenomenon concerned with forgotten memories. It is not the product of a malfunction or disability in the faculty of remembering. It is rather a projection of our present self over people or things of the past, over matters that pertain or at least at some point pertained to us, over ourselves, but over which we are utterly unable to exert any control whatsoever. Like a cruel remnant we are left only with the awareness of a loss we know how to share. Cruel because it restores in us, dolefully, the radical solitude that makes us far removed, isolated, vulnerable.

«A blanched room to go back to every time I’m on my own», says Jesús Labandeira. Yes, that bottomless pit might well be white, or perhaps it just looks like that in our dreams. In some cultures, the representations of death is white. Some bright landscapes «have all the snow of a agnosia», Joan Pons said. Colorless chambers, after all, in which the proximity of light can be comfortably misleading, fooling us, making us believe that we are closer than we truly are to what once was, to what took place.

A room like a camera lucida with which we seek to unchain photographs from the yoke time, a tool to help us recover outlines that no one knows whether they ever really existed, whether they were ever embodied. Summoned in vain to bring back the impossible, conjured up the wrong time, the images won’t come forth, plucked from the ether, the muse shall not approach, walking through walls or even open spaces with graceful resolution. The images are on the other side, further out there. Reticent, only from time to time do they attend, unmercifully, to the call of those who suffer. They refuse to unveil there secret, they constantly await yet another nightfall, concealed inn the wound.

What to do when the longed-for photograph of our childhood does not exist, when there isn’t a fragile piece of paper to document what we once were, let alone what we wish we might have been. The part of us that vanished in an unfathomable abyss, that forces us to look in distant times, in vague surroundings, takes refuge in the snow of infancy and is sheltered by it, playing on in that place from which we are overcome by songs no longer bring tears to our dry eyes.

To die a little more in order to remake oneself, in order to return in the full knowledge that no new meaning is likely to be found and yet, at the same time, to fight for the retrieval of even the most trivial of memory, any hint to help us negate the void. The key of our childhood, so distant that it too seems like a blank dream, guards a coffer that must contain something more, something of its own which might so far have gone unnoticed, a treasure chest caught in its sleep, gemstones whose facet edges might still retain a faint shine. There is time before the final glitter, before the specular image that  threatens to die out. Hues that blend into a hazy shade of grey, textures that line the edges of the void, photographs on the brink of fading beyond the faintest trace of their existence on the whiteness of the paper.

Seeking to reinstate the meaning of things by feeling our way through the mist «until we lose the sense of touch», the author says, anxiously scrutinizing the white emptiness of the snow in order to see a shadow race past like a confused echo that wanders through godforsaken places, and to capture an insignificant portion of that eco while the rest of it slips through the fingers. Images that steal away because their flow cannot be halted for longer than a fleeting moment.

Gazing at what is left. The raw and searing part which lies just marginally beyond the memory that isn’t quite one, but that hurts nonetheless. When it still used to snow. The part of us that leaves us, swathed in gloom, never to come back. How to settle the score with what might have been or might not have been? How to recompose the memory of an uncertain time, a time only sketched in our minds years later? Imagining the past, like the future, is nothing but a chimera. Both are, from the present, a mere supposition that we won’t be able to verify, infancy and old age both ungraspable from the now, crowded with floating, diffuse images, symmetrically pointing towards the void.

Landscapes of the memory, devoid of sky or horizon lines, constructs of our desire. Flesh like stone, trees like arms, clouds of cold snow, screens and impenetrable light, dark reflections. Photographs lacking the faintest floss, consisting of dense black patches to which our eyes turn futilely. Just marginally beyond the memory. Never to come back. Never to come back.


Texto publicado en el libro «Cuando aún nevaba», de Jesús Labandeira (Edic. La Fábrica, Madrid, 2016) / Text published in the book «When it still used to snow», Jesús Labandeira (Edic. La Fábrica, Madrid, 2016)