Depositario exclusivo

20 marzo 2015

1999030702A31_Winogrand

Carlos Cánovas. A propósito… / Regarding… Garry Winogrand (Sin título / Untitled, ca. 1969), Pamplona, 1999

El fotógrafo es alguien que goza de un don especial o, si preferimos decirlo así, de una suerte de superioridad. Es depositario, casi siempre exclusivo, de secretos y revelaciones, como nos recuerda la conocida reflexión de Diane Arbus. Ese privilegio implica una relación especial con todo cuanto le rodea, sea ello la naturaleza, el resto de los mortales o los arcanos de la vida y hasta del arte. Podríamos hablar de prepotencia si su figura no resultase tan frágil y con frecuencia tan poco consistente.

La certeza de ese don (exclusivo) recorre gran parte de la fotografía del siglo XX. Es un recorrido que va de menos a más, desde la propiedad más sencilla –“tengo en mi poder todo el viejo París”, presumía Atget– hasta algún tipo de exclusividad mágica –“un secreto maravilloso que solo yo puedo contar”, decía Evans–, desde el control obsesivo de “la verdad” (Stieglitz) hasta las convicciones más o menos rotundas (Adams), místicas (White, Cartier-Bresson) o íntimas (“hay cosas que si yo no las viese, no se verían”, afirma Emmet Gowin). Garry Winogrand no es una excepción en ese encadenado, fundamentalmente norteamericano -pero no solo-, que implica un tan especial sentido de la propiedad. El mundo pertenece al fotógrafo, que al tomar una fotografía no hace más que llevarse lo que es suyo. Después lo compartirá si quiere, o podrá morir con ello, lo que no haría sino subrayar una idea de posesión aún más profunda.

Este singular sentido de la propiedad está en la raíz de la fotografía tal y como la hemos entendido hasta el final del siglo XX, y ha desaparecido en gran medida a partir de una fotografía entregada a otras causas artísticas, multidisciplinares y transversales, a menudo ambiguas. Es algo que fotógrafos de otras procedencias no han entendido, ni van a entender.

Dicen que Winogrand no sabía editar sus imágenes, que no tenía interés en hacerlo. A mi no me extraña. Editar significa cobrar distancia de la propia obra. Cuando cada fotografía contiene una vivencia que se siente como exclusiva, una propiedad única, la distancia es imposible. Todas las fotografías que uno hace tienden entonces a convertirse en una sola, una especie de extraño ser con miles y miles de caras, un ser que se instala en lo más profundo del estómago, no en el cerebro. No se puede racionalizar, editar llega a menudo a ser cruel. El fotógrafo pasa a ser el portador de algo vivo, algo que él engendró, que irremediablemente ama y de lo que, ni siquiera en una mínima parte, se quiere desprender. Porque es suyo, porque es él mismo.