31 mayo 2014
LA SUERTE ECHADA
Se ha dicho muchas veces que quien, siendo niño, tuvo la oportunidad de visitar lo que llamamos un cuarto oscuro fotográfico, habría quedado prendido para siempre de lo mágico de ese lugar. Me sirve para constatarlo mi propia experiencia personal. Yo debía tener cinco o seis años cuando entré por primera vez en lo que mi padre llamaba pomposamente el “laboratorio” fotográfico. Puedo decir que ese lugar místico-religioso-mágico no era otra cosa que el baño de la casa mínimamente acondicionado para una función muy distante de la original. Me veo a mi mismo aupándome hasta las viejas bandejas que contenían los líquidos cuyo olor ya siempre me ha acompañado, viendo unas leves manchas cuyos contornos se iban definiendo y oscureciendo más y más en el breve espacio de un par de minutos, hasta llegar a ser rostros, casas, montañas o mares. Auténtica magia.
Se podría pensar, a primera vista, que el silencio y la dimensión del “cuarto oscuro” fotográfico está en las antípodas de una gran empresa metalúrgica, en la que inmensos espacios cercanos al negro absoluto son invadidos por máquinas que producen ruidos infernales, amenazadores, espacios llenos repentinamente por resplandores procedentes de otro mundo, por humos cuya presencia solo se hace evidente con esos mismos resplandores pero que, en la oscuridad, están también ahí, por sombras que se mueven con leyes difusas pero cuya exactitud alguien sabe gestionar. De cuando en cuando, un rostro, quizás varios, apareciendo y desapareciendo furtivamente al compás de la luz. El niño de diez años que fue una vez Gorka Salmerón, entrando junto a su abuelo por primera vez en “la fábrica”, debió quedar impresionado por esa atmósfera poderosamente sobrecogedora. Una atmósfera que después, de un modo u otro, le acompañará siempre.
Es evidente ya, por lo dicho, que en la biografía de Gorka Salmerón ambos mundos se dieron la mano alguna vez, cada uno de ellos con sus aspectos mágicos. Desconozco de qué modo se produjo la unión, en qué punto decidió hacerse fotógrafo y qué influencia pudo tener en ese hecho, si es que la tuvo, su temprana visita a las instalaciones. Gorka me podría decir –aunque no se lo he querido preguntar nunca– que no hubo tal conexión, y yo le creería a pie juntillas porque me consta que es un hombre sincero, pero en mi fuero interno seguiría pensando que es imposible que no haya habido un nexo entre una y otra cosa, la fábrica con su atmósfera sombría y sus ardientes luces rojas/blancas y el cuarto oscuro, con sus imágenes, sumergidas en un líquido, viniendo de la nada.
Pienso ahora –mucho tiempo después– que ambos mundos tenían ya su suerte echada. Ignoro absolutamente si Gorka Salmerón pudo intuir, desde su juventud y el entusiasmo que le supongo cuando sus primeros contactos con el universo de la imagen fotográfica (1985), que el declive de la metalurgia y de la fotografía química, tal y como él las había conocido, estaba ya escrito en algún lugar. Probablemente no. Soy consciente de que juego con ventaja –la que da el paso del tiempo– al casar el desmoronamiento de universos mágicos pertenecientes –casi– al pasado. Las “predicciones” hacia atrás resultan fáciles. Pero no puedo evitar, por otro lado, quitarme de encima la “certeza” de que muchos barruntábamos algo al respecto. A comienzos de los años noventa, por ejemplo, recibí el encargo de fotografiar el Bilbao que iba a experimentar una espectacular transformación que le llevaría de ser una ciudad industrial a otra de servicios. Poco antes, a finales de los ochenta, escribí que el ciclo químico de la industria fotográfica estaba llegando a su término. No quiero que quien me esté leyendo piense que debo ser muy inteligente y con una capacidad de predicción muy aguda. No, simplemente esos cambios estaban, como suele decirse, en el aire, y unos más y otros menos, muchos éramos conscientes de que iban a llegar más pronto que tarde.
UN HILO DOCUMENTAL
Aquello que está próximo a desaparecer es justamente un terreno abonado para lo que llamamos documental. La conciencia de que algo va a desaparecer nos mueve a registrarlo en un intento por hacerlo permanecer. Esa permanencia puede ser la de una vivencia intensa y personal, la de un lugar que pronto va a dejar de existir, la de algo que no volverá a suceder. Dando un paso más, podemos documentar simplemente lo que vemos y que una vez alejados del lugar dejaremos de ver. Documentar va siempre asociado a la noción de pérdida, y eso está en la esencia de lo fotográfico. Es evidente que la fotografía representa un campo muy vasto que puede cubrir opciones muy diversas. También lo es que sin su función documental quizás estaríamos hablando de otra cosa.
Lo documental tiene una tradición muy larga, y obedece a leyes que se han construido con el tiempo, a veces en una dirección, a veces en otra. En los primeros años en que Gorka Salmerón ejerció la actividad fotográfica estaba, como es lógico, alejado del conocimiento de esa tradición y de sus “normas”, en manos de su pura intuición como fotógrafo. Quiero reparar aquí brevemente en su primer trabajo: Puertas-Ateak. Como suele ocurrir tantas veces, los primeros trabajos contienen ya las orientaciones que serán desarrolladas más tarde. En la base de esa serie inicial de fotografías hay una relación con lo documental que a mi me parece insoslayable, aunque el tratamiento del color parezca desorientarnos y llevarnos por otras rutas. Si miramos las imágenes con atención podemos establecer algunas claves que nos ayudarán más adelante: importancia del negro (de la ausencia de luz), saturación del color, afán experimental (sobreimpresiones, filtraciones de color, etc.), coqueteo con la abstracción, descomposición de una imagen en varias otras o al revés, incluso hominización de algunas fotografías que parecen buscar así un cierto rostro de las cosas.
Puertas-Ateak es un trabajo potente, que aceptó no pocos riesgos. Esa aceptación habla de un fotógrafo abierto, para el que la fotografía y los procedimientos para-fotográficos, si los podemos denominar así, forman parte del paisaje esencial con el que el fotógrafo se las tendrá que ver. Como todos los artistas para los que la investigación constituye un rasgo definitorio, a lo largo de su trayectoria Gorka Salmerón dejará patente una y otra vez que la fotografía es para él un territorio en el que entra y sale con objetivos y resultados que pueden ser diferentes, entradas y salidas sometidas a permanente revisión.
Se diría que hay una cierta inestabilidad en ello, y quizás es así. Con independencia del afán experimentador, es indudable que tiene que haber una argamasa capaz de dar al conjunto de una actividad una cierta solidez, algo que permita el tránsito de unas opciones a otras con coherencia. A mi entender un fotógrafo, un artista en general, no debe fiarlo todo al impulso experimental. Dicho de otro modo, ese impulso, que admiro sinceramente, ha de tener además unos anclajes sólidos que le permitan resistir un análisis crítico serio, que le permitan otras honduras que las que simplemente derivan de la pura experimentación.
HACIA UN PAISAJE INDUSTRIAL
En cualquier caso, la relación de Gorka Salmerón con la fotografía es muy especial. Ha quedado dicho ya que lo fotográfico no centra todo su interés, que hay otros campos por los que se siente atraído. Sin embargo, no es alguien procedente de las Bellas Artes que usa la fotografía más o menos ocasionalmente. Más bien me parece alguien del mundo de la imagen fotográfica que ha entendido que hay otras disciplinas, y al que han terminado por interesar, en sentido amplio, las Bellas Artes. Además de que el sustrato fotográfico de sus trabajos es siempre más que notable, hay desde el principio de su actividad un acercamiento a la fotografía que tiene bastante que ver con los parámetros clásicos. Ese interés por el clasicismo del medio fotográfico, me atrevería a decir que por las raíces del mismo, irá de menos a más a lo largo de los años, sin perjuicio, como he indicado, de otros intereses. Podría certificar lo que digo su excelente serie de retratos, en gran formato, de mediados de la primera década del siglo XXI, a propósito de la cual escribí entonces que me resultaba mucho más cercana a las pautas modernistas tradicionales que otros trabajos en los que parecía movido por el deseo de indagar en el medio. Hablo de la posición conceptual de aquel trabajo y de sus características formales: retratos severos en blanco y negro, duros a menudo, espartanos, directos, matizados por una luz absolutamente controlada y por las texturas y las transiciones tonales propias de las placas en formato 20×25 cm. Características todas ellas que remiten a la tradición, sobre todo americana, de una fotografía que tuvo siempre un vínculo nítido con el siglo XIX.
Diez o doce años antes de llegar a ese punto, Leaxpi, Industri Pasaiak (Paisajes industriales de Legazpi) es, probablemente, su primer trabajo de madurez. En el catálogo de una de las exposiciones entonces celebradas, Gorka rememora su primera visita a la fábrica, junto con su abuelo, y recuerda cómo “los colores rojos que tanto le impresionaron en aquel momento los ha tenido desde entonces en la cabeza”. Como corresponde a su condición de fotógrafo, alude al modo en que “el color se convierte en blanco y negro”, el rojo en blanco, y se refiere “a los grandes espacios, en cualquier esquina, como para perderse”, oscuros, habitados a veces por “pequeños hombrecitos”.
El trabajo se gestó a lo largo de dos o tres años, hasta alcanzar el punto que a él le interesaba. Su retórica fotográfica, diríamos hoy con un toque de pedantería, fue muy sencilla, pero conviene repasar sus aspectos técnicos: negativos en formato medio, cuadrados –esos que hacen evidente el corte de la imagen por los cuatro lados–, uso de ópticas angulares que agudizan las perspectivas y generan sensación espacial, un blanco y negro contrastado, duro –no podía ser de otro modo–, roto solamente por fuentes de luz capaces de reventar localmente la oscuridad de esos escenarios, y tratamiento tonal en el que los valores cercanos al negro juegan en todo caso un papel fundamental, tanto si hablamos de imágenes del interior de las instalaciones como del exterior de las mismas. De hecho, algunas de estas últimas definen a veces un ambiente que a mi resulta casi más cargado de connotaciones opresivas y que me llevan pensar que tal vez son fruto de una nostalgia teñida de oscuro.
EL TIEMPO EN UN FOTOGRAMA
Porque la conciencia de la pérdida a comienzos de los noventa, como se ha señalado, era ya un hecho. El futuro de estas fábricas arrojaba incertidumbres sobre su viabilidad, su futuro era tan oscuro como el de los espacios inmensos a los que se refiere el autor. Las fotografías de la serie representan un compromiso con esos lugares terminales, un compromiso que hay que contar y, en consecuencia, representan también un compromiso consigo mismo y con su relación con ese escenario que agoniza entre los estertores de una luz blanca que los espacios oscuros acaban por apagar.
En el ir y venir de Gorka Salmerón a cada una de sus series subyace una razón testimonial que él cuenta como suele hacerlo, rotundamente. Su blanco y negro es intenso, dramático. Amplias zonas oscuras, cercanas al negro total, esconden más que muestran. Lo que vemos, dejando a un lado la dureza de las luces rojo-blancas convertidas en fuentes luminosas casi inexpresivas, apenas es una leve costra en la que descubrimos la textura de las cosas, la puerta de un horno, la dimensión enorme de una herramienta. Alguien como yo, no iniciado en ese universo, percibe algo así como un campo de batalla sumamente especial, cerca de la ciencia ficción, lleno de peligros y de amenazas y en todo caso poco comprensible y enigmático. El autor no ha querido que su trabajo tenga siquiera visos didácticos. Se limita a contar lo duro que es todo esto, cómo esa atmósfera nos puede tragar y hacer desaparecer en cualquier momento y hasta qué punto, colocados ahí en medio, somos insignificantes.
La luz para realizar el trabajo tuvo que ser un problema de primer orden. No hay peor cosa, para una fotógrafo, que los contrastes violentos entre la luz y las sombras. Gorka lo resolvió con eficacia, sobre todo si tenemos en cuenta que ese contraste al que nos referimos debía formar parte de la narrativa de la serie. Las exposiciones, con frecuencia, tuvieron que ser largas, de bastantes segundos. En esas ocasiones, el movimiento de las cosas fotografiadas tiende más y más hacia lo abstracto. Es difícil saber qué está ocurriendo en ese torno o en esa superficie, más allá de que algo rojo-blanco se mueva y tome forma, una forma que finalmente no veremos terminada. Es la afirmación categórica del valor de la imagen en cuanto imagen, sin nada más, sin otras pretensiones narrativas, incluso, se podría decir, sin más historias que contar.
La exposición larga representa una acumulación de tiempo sobre un fotograma. Está en las antípodas de eso que suele llamarse, para mi desconsuelo, la “instantánea”. Se trata, por tanto, de imágenes que no responden a impulsos de centésimas o milésimas de segundo. Al revés, lo que se quiere es capturar un tiempo que huye, un lapso de tiempo que “está pasando”. La instantánea, por definición, niega el movimiento. En nuestro argot decimos que “lo congela”. La exposición larga es, al contrario, un intento seguramente inútil y de signo distinto de relación con el tiempo, una relación que es a la vez esencial y quimérica: la fotografía afirma el tiempo, lo intenta convertir en protagonista haciéndonos más conscientes de nuestra condición de seres temporales, efímeros. Finalmente queda sobre el papel fotográfico un conjunto de tonos y líneas desdibujados, con muy poco grosor, como subrayando la escasa consistencia de esa materia prima que es el tiempo, mientras se acentúa y afirma ante nuestros ojos la pura condición de imagen de lo que estamos viendo.
CUESTIÓN DE DISTANCIA
En las fotografías de Gorka Salmerón, lo que voy a decir puede parecer una contradicción, uno no va a encontrar las claves de una mirada documental clásica. Por lo ya comentado hasta ahora me atrevo a decir que su acercamiento al tema es visceral. Esa tradición documental a que me refiero mantiene unas constantes, unos parámetros que, al menos en teoría, no deben ser obviados: gama tonal lo más completa posible, descripción precisa del lugar o del evento a fotografiar y, sobre todo, establecimiento de la distancia adecuada con el tema. Contraviniendo esos cánones, Gorka Salmerón disminuye voluntariamente la gama hasta las cercanías del blanco y negro puro, la descripción de lo que está ante el objetivo de su cámara se reduce con frecuencia drásticamente a un simple detalle con cortes de encuadre significativos, a veces invadiendo los dominios de la abstracción y, en cuanto a la distancia, ¿cómo conciliar dos impulsos de signo contrario? Por un lado, el deseo de contar la peripecia de esa industria, sus entresijos, la aventura de la que es consciente –desde una tradición familiar atada a esos escenarios– le impulsa a poner su corazón en las imágenes, como corresponde a quien, de hecho, participa del destino final de esa empresa que ha conocido desde niño, desde el comienzo de sus tiempos: la fábrica siempre estuvo ahí. Por otro, su aprendizaje fotográfico le estaría indicando ya, casi a mediados de los años noventa, que la posición de un fotógrafo documental, por contradictorio que parezca, tiende a hacerle desaparecer de la escena: el fotógrafo debe ser alguien que se desvanece en su imagen, como si no hubiese existido. y no tanto alguien que deja la imagen marcada con su dolor o cualquier otro sentimiento intenso.
Gorka Salmerón, lo hemos dicho, es consciente de que está fotografiando un mundo que se va a extinguir. La propia estrategia del trabajo resulta reveladora. El fotógrafo sigue, por así decirlo, una secuencia: registra los exteriores de la fábrica, a veces desde una especie de lejanía, con su luz gris de tono bajo, fotografía después el interior –el eje del trabajo, pienso–, que gira en torno al poder de la máquina y en el que el hombre ocupa un lugar necesariamente reducido, y documenta finalmente la demolición de algunos elementos en lo que parece constituir un proceso que solo acaba de iniciarse. A esta secuencia vendrán a sumarse, andando el tiempo, imágenes que introducirán otro tipo de inquietudes, o incluso algunas correcciones. Supongo indudablemente que en 1993-94 el fotógrafo no habría querido plantearse, ni siquiera oír otras posibilidades, más ortodoxas, pero que a él le alejarían a posiciones menos personales. La fábrica se agotaba, y con ella el modo de vida de todo un pueblo. En mi opinión todo el trabajo tiene un aire nostálgico, un aire en cierto modo eclipsado tras de la fuerza de las imágenes, de sus contrastes violentos y de la estructura poderosa de sus masas oscuras.
Estamos por lo tanto –me refiero al trabajo de los primeros años noventa–, ante una fotografía testimonial, que refleja una posición personal comprometida de la que, como es comprensible, se nos quiere hacer partícipes. Me sigue hoy llamando la atención, como lo hizo cuando vi la serie hace ya muchos años, el modo en el que Gorka se sumerge en el tema, con su cámara cuadrada, sus primeros conocimientos técnicos y su deseo, en modo alguno reprimido, de “golpearnos” con las imágenes, de no dejarnos insensibles ante ellas, de obligarnos a regresar, quién sabe si junto con su abuelo, al fragor del primero plano y al ruido sordo de fondo, a los destellos de luz y a los espacios oscuros, casi tenebrosos, a las máquinas y los hornos, y también, cómo no, a los hombrecitos. A mi se me quedó siempre, latiendo en el fondo, un poso de denuncia, de pataleo, de tristeza.
IMPULSOS EXPERIMENTALES
Cuando antes hablaba de distancia es evidente que no me refería únicamente a la distancia física. Todo fotógrafo mantiene, queriéndolo o no, una distancia emocional con el tema. El núcleo del trabajo lo constituyen las fotografías obtenidas en el interior de las instalaciones y en ese núcleo, la implicación del fotógrafo exige distancias cortas. No intento insinuar que esas distancias cortas son las “buenas”. Todo es relativo, y son los objetivos del trabajo los que determinan su adecuación. Sea como fuere, en la definición de esa distancia influyen muchos aspectos. Incluso las elecciones técnicas del fotógrafo terminarán por aconsejar qué es lo que conviene más. La utilización de unas herramientas u otras guarda una estrecha dependencia con los objetivos del autor. Realizadas antes y después, hay una sub-serie de fotografías en lo que llamamos “paso universal” que suponen una deriva en relación con la esencia de “Leaxpi Industri Paisaiak”. Se trata de documentos de carácter personal, obtenidos en ocasiones desde la ventana de su casa o de la de algún familiar y que muestran la omnipresencia de la construcción, o en alguno de sus paseos por la comarca, siempre con las naves y espacios industriales como argumento principal. Sin embargo hay una imagen diferente, que implica una reflexión de otra naturaleza. Alguien, de espaldas, viaja en un autobús. A través de las ventanillas podemos ver los muros laterales de la vieja fábrica. Es el ambiente crepuscular que corresponde a un día gris oscuro, ese día que tantas veces ha acompañado a Gorka en su trabajo, y que él siente como definitorio del mismo.
Gorka Salmerón es un experimentador. Tiene una inquietud radical que le hace investigar en cada trabajo, en cada imagen. Un vistazo, siquiera rápido, a otras series, no dejaría ninguna duda sobre lo que digo. Pero es más, incluso en las imágenes de las que estamos hablando subsiste ese impulso que le hace probar una y otra vez, investigar nuevas opciones. Dos ejemplos de ello serían la construcción de imágenes múltiples, por una parte, y la de algunas sobreimpresiones, por otra. En las primeras, resulta obvio que el autor nos está hablando de la insuficiencia de una imagen, no tanto porque el escenario no quepa dentro de la misma, lo que con frecuencia ocurre, cuanto por la posibilidad de que pequeñas variaciones en el punto de vista puedan resultar complementarias. Algunas de esas construcciones –no me refiero a la restitución de un efecto panorámico, por ejemplo–, ya presentes entre las obtenidas en los años noventa, concluyen en una imagen más compleja en la que el efecto “mosaico” sirve para encerrar aún más la vista, para condenarla a un enrejado más opresivo, como no queriendo dejar escapatoria.
En cuanto a las sobreimpresiones podría decirse algo parecido. La imagen final se apoya en dos o más puntos de vista que, pese a todo, son uno. Es algo que se aprecia, más o menos sutilmente, en todo el trabajo. La fábrica es el eje único, todo lo demás es un ir y venir, un tejer imágenes en torno a ese núcleo central.
RECORRIDO INVERSO
Cuando un trabajo se dilata en el tiempo atraviesa etapas diferentes, con objetivos y pretensiones distintas que responden también a momentos concretos en la propia evolución del fotógrafo. Desde luego hay una afinidad entre las imágenes, evidente o sutil, pero son etapas que pueden diferenciarse sin dificultad. La inquietud de Gorka Salmerón le ha permitido hacer un recorrido fotográfico bastante especial, dejando a un lado otras disciplinas artísticas que tampoco le han sido indiferentes. No es el único caso, ni mucho menos, pero tecnológicamente sus intereses han ido remontando la historia. Así, las primeras fotografías fueron realizadas en paso pequeño, del cual saltó al medio formato y, posteriormente, fue escalando tamaños hasta alcanzar las placas de 20×25 cm. Cualquiera puede imaginarse que la manera de abordar la imagen es muy diferente según el tamaño y la consiguiente rapidez o lentitud de los equipos.
El formato pequeño es o suele ser intuitivo. Las placas, más cuanto mayores son, representan un esfuerzo de carácter reflexivo. Hay una tradición, especialmente americana, para la que es habitual el uso de las placas y de las cámaras de gran formato, o incluso los procesos “pre-modernos”. A partir de los años noventa, Gorka Salmerón comenzó a utilizar formatos mayores. Los negativos escalaron, como se ha indicado, del 35 mm al 6×6, 6×12 y 10×12 cm y, posteriormente, al 20×25 cm. Las características de la imagen evolucionan desde la granulosidad de las iniciales a unas transiciones tonales “perfectas” en su continuidad, en las que el detalle y los matices de gris alcanzan su máxima expresión, mucho más canónicas. Siendo así, los cambios conceptuales también se evidencian. No hay variaciones técnicas “inexpresivas” en el orden conceptual. Frente a la serie de los años noventa, fuertemente contrastada y vigorosa, oscura, en gran parte realizada desde las propias tripas de la empresa, se ha ido pasando con el tiempo a puntos de vista más alejados, más convencionales y también más precisos, en los que la fábrica es observada desde una cierta distancia, y en los que una climatología tranquila –en todo caso siempre tristona– desempeña su papel. Son fotografías de incuestionable perfección técnica.
En ocasiones, Gorka restituye un efecto panorámico, ensamblando varias fotografías que nos permiten una contemplación más amplia del pueblo y de las instalaciones fabriles. Quiero quedarme con una de estas imágenes, formada por cuatro placas verticales que permiten ver la totalidad de Legazpi. El primer término ha sido reservado a la factoría. Después está el pueblo, casi abrazado por ella. A pesar de las montañas y las nubes del fondo, que constituyen una salida, el montaje vuelve a representar un armazón que va más lejos de lo puramente descriptivo. La cuadrícula define y delimita el paisaje, a la vez que lo encierra. La ciudad y la fábrica quedan así irremediablemente unidas, como un todo inseparable.
Es una composición que puede servir para dejar aquí una historia de final incierto. Puedo ver a Gorka, en la fábrica, con su abuelo, siendo un niño. Imagino también escucharle, a no tardar mucho, contándoles a sus hijos, quizás delante de algunas fotografías, esa historia larga y profunda, a un mismo tiempo terminada e interminable.
Carlos Cánovas (Publicado en el libro Leaxpi Industri Paisaiak, Ed. Burdinola, Legazpi, 2014)